domingo, 27 de septiembre de 2015

Os odio, cabrones

Pero es un odio pequeñito, de andar por casa, lejos de arrebatos viscerales y ensañamientos desmedidos. No se pueden enconar los sentimientos. Luego te quedas sin margen de ira para lo verdaderamente importante.
Hay drogas que es mejor no probarlas. Algunas mierdas son tan adictivas que si las saboreas una sola vez te enganchan de por vida. El whatsapp es una de ellas.
Yo lo tenía fácil. Nunca me han atraído los mensajes de texto y mi móvil estaba hecho de piedra con los botones esculpidos en cincel de sílex.  Pero no se puede vivir eternamente en la prehistoria. No sin poner en riesgo tu vida social.
Hasta ahora he sobrevivido con la más efectiva de las tácticas: anclarme al pasado y evitar tentaciones por falta de medios. No datos, no android, no whatsapp. Y así han pasado casi tres años. Aguantando, resistiendo el infame contagio del borreguismo digital, del escribir por escribir, de la adicción a las redes sociales.
Hace dos días me vendí. Lady Drywater estaba hasta el sombrero de responderme los mensajes con su terminal y yo decidí que ya valía, que todo tiene un límite y que se saliese de mis grupos. Ahora tengo un móvil Huawei que no quería, pero he salvado mi matrimonio.
Los días son estresantes. No aguanto el ritmo de conversación, no tengo velocidad de tecla ni disfruto con diálogos interminables. A veces incluso me excuso con tareas domésticas de dudoso cumplimiento. Solo quiero contestar a informaciones relevantes, pero acabo palmando con cualquier gilipollez. Sé que debo acostumbrarme y filtrar, pero lo único sensato parece apagar los datos por un par de horas. Y leer todos los chorizos de vez cuatro comidas después.
Con todo, admito que me gusta. Y me jode. No le des cuerda a un reloj, ni tabaco a un ex fumador. He acabado palmando porque de otro modo me habrías vuelto un sociópata. Por eso sois unos cabrones. Por ahora, sobreviviré contestando con emoticones. ¿Acaso hay algo más perezoso?

domingo, 6 de septiembre de 2015

The Fall

El otoño es la estación más fascinante. Es cierto que el estío, tradicionalmente, ha sido jaleado como el rey del calendario por sus muchas prestaciones turísticas y vacacionales, por el sol y la playa, y que el invierno empieza a lo grande con unas señoras Navidades made in Coca-Cola y El Corte Inglés, y que exhibe además un eterno romance con los deportes de nieve, mientras que la primavera aparece envuelta en flores y con las hormonas disparadas, como si fuera un hippie en los 70, y que suele completarse con la Semana Santa, epicentro de la religiosidad o, en su defecto, islote salvador entre meses de duro trabajo.
Pero ninguno arrastra tanta magia, tanto significado como el otoño. El año empieza realmente en septiembre, y por mucho que a algún iluminado se le ocurriera fechar enero como el mes primero, lo que de verdad separa los años es el fin del curso escolar, ese magnífico paréntesis veraniego. Aunque el equinoccio no llega hasta el 23, cuando muere agosto comienza todo.
Los verdaderos propósitos se realizan ahora: el gimnasio, el inglés, la universidad, los divorcios… y una fuerza ilusionante impregna al sujeto hasta llevarle a cotas impensables en junio. Y esa sensación es contagiosa, porque todos parece que se van a comer el mundo en dos bocados voraces. Tal vez sea esa la verdadera savia del hombre: el entusiasmo por abordar las empresas más inalcanzables y subir las cuestas más empinadas. Si hay un momento para creer, para cambiar las cosas, para reiniciarse la vida, es en otoño.
Un aura especial invade la atmósfera. Las hojas caen tristes alfombrando el suelo de tonos ocres tostados, de marrones café con leche, de sueños que mudan para renacer con mayor ambición. Aparentemente debería ser un mes horrible, decadente, mortuorio y enfermo, pero solo los árboles dejan entrever tal debilidad. Para los hombres comienzan los retos. De otro modo, nunca llegaríamos al invierno. No soportaríamos el retorno al trabajo ni la vuelta al cole.
El otoño tampoco es escaso en celebraciones. Tras un septiembre de verano crepuscular, en tierras mañas llega octubre, un mes partido en su mitad por las fiestas de El Pilar. Y estas son unas festividades diferentes. No tienen el ambiente de la feria de abril, el ruido de las fallas ni la adrenalina de los Sanfermines, pero se disfrutan de una manera especial. La noche nos abraza temprano y rara vez sobra la chaqueta en un valle castigado a conciencia por el cierzo, pero la calle se llena de tradiciones, estímulos y neones, y el cielo se salpica de pirotecnia variada. Sin duda son unas fechas mágicas.
Pero aparquemos el deje costumbrista y volvamos a la globalidad. Octubre es también el mes de Halloween. Y si las Navidades comienzan a mediados de noviembre, la noche de Todos los Santos arranca también con dos semanas mínimas de antelación y cadáveres. El 31 de octubre es la fiesta del terror. Pero no uno tétrico y pesadillesco, porque el tono se ha vuelto naif, infantiloide y familiar. Jugar a dar miedo sin salirse de lo políticamente correcto es la especialidad de la cultura popular americana, y el modelo ha sido exportado a todos los países de la Coca-Colawealth –recuerden que España es miembro de honor desde Bienvenido Mister Marshall– con tanto denuedo que los fantasmas, vampiros, murciélagos, esqueletos, brujas, mansiones encantadas y cementerios adornarán nuestras vidas y seguramente nuestras muertes.
La estación de la caída de las hojas morirá, un año más, en vísperas de la Navidad, y todas las sensaciones de crecimiento personal, de ilusión, de nostalgia y de horror light se sustituirán por sentimientos abstractos como el amor, la bondad, el consumismo y las comilonas. De algún modo extraño, seguiremos pensando que la felicidad consiste en no salirse del cubo en el que nos han metido, y del que muchos ni siquiera soñarán abandonar.