martes, 25 de agosto de 2015

Me ha mirado mal

Uno de los gestos más delatores que puede hacer una persona es proyectar sus ojos sobre los de otra. Se puede amenazar, advertir, conceder, asesinar, admitir, compadecer, negar, ignorar o mentir con una mirada.
¿Es factible, por tanto, categorizar a la gente según el modo de observarnos? Seguramente sí, pero la clasificación sería tan extensa que caería en un archivo quasi-infinito sin eficacia ni discriminación reveladora.
Pero no todo está perdido. Pese a tanta digresión baldía, hay algo que sí resulta clarificador. Todavía más, se hace imprescindible: el lenguaje visual con extraños o entre conocidos.
Relacionarnos con aquellos que conocemos es un ritual mágico y variado. En estos tiempos de whatsapps y likes se agradece que la comunicación todavía pueda confiarse a un gesto, a una palabra, a un vistazo fugaz, haciendo el mensaje más o menos explícito, más o menos discreto, con mayor o menor sutileza contextual. Frente a la belleza invasiva de la abundancia de palabras, de las que algunos oradores son auténticos juglares, poetas, charlatanes o tuercementes, una mirada puede condensarlo todo sin necesidad de explicar nada, como si fuéramos Athos, el mosquetero que nunca hablaba de más, ordenando a su criado Grimaud que ensillara los caballos o que abandonara la habitación sin que ninguno de ellos necesitase abrir la boca.
Pero no hemos venido aquí a dirimir la supremacía de las palabras sobre las miradas –o viceversa–, sino a desnudar las verdades que encierran aquellos que miran sin tener por qué.
Hay un abanico de posibilidades en los ojos de un extraño. Enfrentar los de una persona del género opuesto suele encerrar un interés sentimental, un alegrarse la vista, o un buscar complicidad de atracción mutua. A veces, si uno de los dos se siente muy guapo/a, la mirada es de superioridad sobre el otro, de “deséame porque soy mucho para ti y nunca me podrás tener”. A nadie le gusta que le miren así, pero la culpa es de uno mismo por hacerse ilusiones en lugar de aparentar indiferencia o perder el tiempo en escotes más agradecidos que esos ojos crueles. Qué mejor que una desconexión visual que signifique “estarás muy buena pero te lo crees mucho; no me interesas y te alimentas de miradas; por mí, te quedarás anoréxica por engreída”.
Cuando el flirteo es fácilmente descartable, el miedo o la desconfianza pueden filtrarse entre los prejuicios del aparentemente más débil u honesto. “¿Me va a hacer algo? ¿Me quiere robar/violar/trocear con ese bocadillo enorme que lleva en la mano?” Nadie está libre de la paranoia, pero cuando el temor deja entrever el prejuicio ninguno de los dos lo pasa bien. Uno porque cree que le van a hacer daño; otro porque le cuelgan el cartel de presunto agresor solo por ir sin afeitar o con las deportivas sucias.
La rivalidad y supremacía saludable es típica cuando uno de los dos adversarios es un deportista, o al menos está dejándose el alma en la carrera, y el otro simplemente camina inopinadamente. La mirada de “yo hago deporte y tú no” es impagable. “Sabes que te sobran unos kilos y que debes hacer footing para rebajar ese flotador de grasa de ternasco pero no tienes huevos para sudar como yo”. ¿Por qué los runners no podrán correr sin desafiar a la gente? ¿Por qué los caminantes no pasean sin escudriñar con envidia a los que practican deporte? ¿Por qué no podemos vivir en paz?
Luego está el vistazo cotilla. Y aquí la variedad es generosa. Desde las miradas alevosas e interminables de las abuelas descaradas y las marujas impunes hasta la fugacidad reservada de los tímidos o temerosos de tu ira. La gente no tiene vida propia y se alimenta de la tuya, de vaticinar, concluir y condenar tus actos, de arreglarte la existencia en dos o tres sentencias simplistas y posiblemente desacertadas. Ladran, luego cabalgamos.
La última variante de duelos visuales son las miradas chulescas. Se suelen pasar con la edad. Empieza a los diez, doce, quince… hasta bien cerrada la juventud. “Me ha mirado mal. ¿Y tú qué miras? Es un chulo. Que no me mires. ¿Tengo monos en la cara o qué?” El elenco de sentimientos, respuestas y reacciones se sucede. Sostener la mirada siempre ha sido considerado un acto desafiante y a veces basta que alguien nos lo haga a nosotros para que mantengamos un absurdo pulso que solo puede acabar cuando los destinos se cruzan o se decreta una batalla de meadas territoriales para que, sable láser en mano, se arreglen las diferencias a golpe de chorro en pierna ajena.
Cuanto más se introduce uno en la madurez menos se sostienen estos absurdos torneos visuales de machos alfa, lo mismo que nos empieza a dar igual salir antes del semáforo o correr más en las rectas. Al final, la sensación de que se te comen el pan en los carriles de circulación o la impresión de que eres más chulo que el otro maca se acaban diluyendo en un mar de indiferencia. Al fin y al cabo, siempre habrá gente a la que no se le pueda mirar a la cara porque se enojan y muestran desafiantes. No todos tenemos que superar la edad del pavo. Algunos tienen derecho a ser chungos de por vida. Hasta que se topan con otro más peligroso y de la nada se hacen las navajas con el filo goteando rojo. Hay que ser más inteligente. Al fin y al cabo, siempre habrá una chica que te ignorará, una abuela que te temerá, una maruja que cotilleará tu proceder, un corredor que se sentirá superior a ti y un chulo al que no podrás desafiar. Tu existencia es mucho más que todo eso. Si no, tienes un problema de superficialidad.

1 comentario:

  1. Buenísimo!....Analizas todas las miradas posibles con atino y tu opción final de trivializar la materia viene muy bien justificada.... Creo que no podría mirarte mal aunque me lo propusiese y por supuesto,¡aunque te importara un pimiento!.... :)

    Abrazo!

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