miércoles, 24 de septiembre de 2014

Aprovechar la playa

Una de las frases más marujas que se oyen cada verano es esta. Quizá para los selenitas consista en extraer combustible fósil de las dunas, pero para el resto de mortales, aprovechar la playa supone conquistar dos metros cuadrados de terreno a distancia cero de las olas, antes de que salga el sol, y montar un tenderete que ni los mercadillos árabes.
Semejante despliegue de esfuerzos no deja de resultar curioso, paradójico, hasta absurdo. Los colonizadores de la primera línea son por los general abuelas hidrófugas, de esas que jamás prueban el agua (de mar; de la otra no hay evidencias) ni les queda retina para disfrutar el horizonte turquesa. Lo que sí hay que concederles es su impepinable capacidad para defender el territorio: a las tradicionales toallas y hamacas vintage se unen una espesa vegetación de sombrillas clavadas hasta el centro de la Tierra. Dicen que cuando una abuela coloca un parasol, un maorí sufre un enérgico pinchazo en el culo.
Atravesar el bosque de sombrillas requiere realizar el baile del limbo –sí, aquel de pasar por debajo de una pértiga horizontal a medio metro de altura– y a uno siempre le queda la sensación de que está pisoteando territorio comanche. Raro es el caso de cazadores de primera línea que resisten menos de ocho horas en tan privilegiados desiertos costeros. Para eso se inventó la paella y el tupperware, para aguantar la posición y mantenerla hasta las seis o siete de la tarde, momento de conquistar bancos de paseo marítimo y terraza de heladería por el precio de una mísera horchata consumible en tres horas.
También se puede acudir al litoral, pegarse unas buenas zorreras nocturnas y acudir al playámen por la tarde, pero para las abuelas es lo mismo que irse de crucero y no separarse del mueble bar. Puede que ustedes y yo nunca madruguemos para tomar la playa, pero no se apuren: también correremos para mangonear croissants en los desayunos de los viajes del IMSERSO y aplaudiremos a Belén Esteban cuando se ponga burra.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Nunca metas un wookie en un motel de mala muerte

El arte no puede ser copiado; al menos gratis.

Patricio Márquez se levantó somnoliento una mañana más. La noche había sido muy, muy larga. Se había acostado con los comentarios del director, del productor y de la hermana del ingeniero de post-producción del documental “Linces ciegos y gatos de maullidos retráctiles”.  Para hacer más sangre, y queriendo aprovechar la coyuntura de que se hallaba en las afueras de Murter, una población de Croacia, había visualizado todos los extras en croata.
Entonces oyó un sonido muy característico. No. No podía ser. ¡Pero sí, era! Se levantó raudo de la cama, se tuneó en la ducha y se vistió de esmoquin impecable, el mismo que llevó a la tintorería hacía tres semanas, cuando llegó al Motel Oates dispuesto a abandonar su trabajo de agente de la $GA€ para siempre, con el único objetivo en mente de recuperar el ánimo y enfundarse un traje de explorador para perderse en la selva africana.
Pero ese aullido inhumano le reclamaba. Estaba a medio camino entre los lobos caperucitos y los burros de tres jinetes. El sonido era grave, sostenido, perteneciente sin duda a alguna suerte de oso europeo mutado por el impacto de Chernóbil o algo similar.
Salió por fin de su habitación. Era la número uno de un edificio rectangular, alargado, de una sola planta y doce puertas.
Acudió a la oficina, pegada pared con pared con su cuarto, y habló con la encargada, que disecaba un buitre atigrado.

            –¿Qué ha sido eso, señora Oates? –preguntó el inspector con un croata muy académico.
            –Buenos días por la mañana, señor Márquez. ¿A qué ruidos se refiere?
            –Ahá, la pillé. ¿Cómo sabía usted que me refería a un ruido?
            –¡Nnnaaaargh! –sonó un aullido en la distancia.
            –¡Eso, eso! –ratificó el agente de la $GA€.

Patricio salió como alma que lleva el diablo y oteó el horizonte. En la distancia se erigía una casa en la colina, y una inquietante escalinata de madera crujiente llevaba hasta su sombría silueta.

            –¡Nnnaaaargh!
–Viene de allí –concluyó Márquez.
            –No, no suba, no suba. ¡Esa es mi casa!

Pero el intrépido inspector de la propiedad intelectual hizo caso omiso. Ganó las escaleras de tres en tres y accedió a la lóbrega mansión mientras la señora Oates se perdía en la lejanía, recuperando el aliento apoyada en un bastón tras subir cuatro peldaños.
Patricio Márquez tuvo tiempo de registrar todas las dependencias y, guiado por nuevos aullidos perrunos, bajó las escaleras del sótano. Allí se encontró con un wookie peludo y gigantesco como si Pau Gasol se hubiera disfrazado de Teenwolf. El bicho estaba de espaldas pero volvió a gruñir.
El agente giró entonces la silla en la que reposaba y la mascota dejó ver su rostro de calavera disecada mientras un magnetofón de cuando reinó Carolo volvía a reproducir el aullido de un wookie.
Entonces apareció la señora Oates disfrazada con unas pieles de Chewbacca y agarró a Patricio con el brazo mientras intentaba clavarle el pico de un pelícano disecado en la yugular. Pero el agente volteó a su rival por encima de sus hombros y la señora aterrizó encima de la silla del cadáver taxidermizado.

            –¡Nnnaaaargh! –sonó de nuevo el cassette.
            –Queda usted sancionada administrativamente.
           –No puede, no puede. Usted no tiene autoridad para arrestarme. No puede probar nada. Ni siquiera sabe cómo envenené al wookie.
            –Señora Oates, ¿qué me está contando? La estoy multando por plagiar a Chewbacca de Star Wars. Su gruñido cobra derechos de autor y usted no los ha abonado. Y además, su nombre, la taxidermia, la reforma de su casa hasta parecerse a una mansión muy famosa de Hollywood, la manera en que ha intentado asesinarme… ¡Usted ha copiado Psicosis de Alfred Hitchcock!
            –¡Nnnaaaargh! –aulló la señora Oates.
            –Déjese ya de hacerse pasar por el wookie. Sé de sobras que es usted. No me engaña.
            –¡Nnnaaaargh!

Patricio dio el caso por perdido. La señora Oates estaba dominada por la parte de su mascota y no atendía a razones. Bajó las escaleras con la satisfacción del deber cumplido. Abrió la oficina y redactó una multa administrativa valorada en 789 euros por dos delitos de plagio. Luego echó el ojo al cuervo albino y a la grulla a una pata. Eran ejemplares disecados muy valiosos. Con ellos compensaba el montante económico. 
Mientras salía por la puerta observó a una rubia platino muy nerviosa llamando al timbre. Llevaba un fajo de euros en un periódico y miraba con recelo a todas partes, como si estuviera paranoica; como si la estuvieran siguiendo. Cuando la señora Oates bajó a recibirla, el agente ya se había largado con los bichos alados y una gran sonrisa en el alma. Esa noche celebraría su éxito visionando Mariquitas heterosexuales y Murciélagos tuertos.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Querer siempre será mejor que poder

Los seres dotados muestran siempre un pecado imperdonable: menosprecian su capacidad con una indolencia vergonzante. Esa falta de rasmia consigue, muchas veces, reducir su potencial hasta la vulgaridad del mediocre.
Cuando escribo estas líneas,  recordando el estrepitoso ridículo de la selección española de baloncesto en los cuartos de final contra Francia, una inefable sensación de deja vu me embriaga sin remisión. Ya he pasado por aquí. Fue en junio y con el pie. La Roja le enseñó el camino a la ÑBA.
Y no es fácil. Tienes los mejores ingredientes y se te quema la tortilla por no saber batir los huevos, por elegir la sartén de teflón gastado, por darle la vuelta a destiempo o porque la patata estaba dura. No hay nada peor que poseer el mejor coche y llegar a mitad. Demuestra una incompetencia aberrante. Es mejor llevar la tartana y hacer penúltimo.
España basket perdió el partido por dos motivos básicos: la falta de actitud y el entrenador. La primera fue un mal endémico durante todo el choque. Cuando uno no se quiere mojar, cuando espera ganar desde la grada, sin mucho compromiso, sin equiparar el esfuerzo del rival, pues a veces no basta. Contra Senegal fue suficiente. Contra los bleus no. A la misma intensidad, el único equipo capaz de vencer a esta plantilla era Estados Unidos. Querer es poder, pero no viceversa. La motivación de Francia fue brutal. La nuestra, perezosa a más no poder.
Y si un equipo no está cumpliendo a nivel motivacional, la culpa última siempre es del capitán del barco. Orenga no ha sabido encontrar respuesta actitudinal en el momento clave. Las jugadas eran poco elaboradas, no había movimiento ni circulación de balón y todo abocaba a tiros imposibles, en escorzo, como si se realizasen en el límite de la posesión. Los lanzamientos forzados solo salieron bien en la muñeca de Pau. El resto, fracasaron estrepitosamente. A veces ni siquiera tocaban el hierro. El seleccionador no supo arreglar la incómoda situación. No acertó con los cambios ni tuvo valor de tomar decisiones arriesgadas, como sacar a cancha a un Felipe Reyes que pudiera compensar el pundonor galo con su misma moneda. En definitiva, no hubo plan B. Y no hablamos de un entrenador pipiolo de regional. Se supone que esta gente son profesionales y tienen recursos sobre la bocina para, al menos, dar guerra en condiciones. Nada hay más triste que perder el partido mucho antes del final. España lo perdió de inicio.
Y como estamos en el país que estamos, aquí no dimite ni dios. ¿Para qué, pudiendo cobrar y chupar de la burra? ¿Si mi presidente me avala, a qué fin, por mucho que toda España pida mi cabeza? Que por cierto, qué bien le ha venido a Pujol este batacazo deportivo. Aquí siempre necesitamos un chivo expiatorio, y como filtramos con la nitidez de un murciélago invidente, lo trascendental y lo trivial lo metemos en el mismo saco. Lo dicho, Orenga puede seguir yéndose a echar unas cañas con Del Bosque a celebrar que están en la única empresa de España donde les ratifican por hacer no mal, sino pésimo su trabajo. Con lo honesto que sería admitir la equivocación y dejar paso a otro más cualificado, alguien como usted o como yo, que ya les aseguro que peor no lo íbamos a hacer. Yo lo mismo pongo a Serge Ibaka de lateral izquierdo.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Al filo del mañana

La enésima aventura científico-ficticia de Thomas Cruise Mapother IV mezcla a partes iguales una acertada puesta en escena del protagonista, enfatizada de coherencia y veracidad, con el trilladísimo recurso de llegar a un punto muerto en el futuro y repetirlo hasta que se soluciona el problema.
A favor del filme de Doug Liman, basado en la novela All You Need Is Kill de Hiroshi Sakurazakaba, destacan las gotas de humor negro con las que aderezan cada uno de los nuevos amaneceres, sin dejar que el tono sarcástico estropee el ritmo trepidante, pausado a veces, sin espacio para el aburrimiento o el aturdimiento escenográfico. También se agradece un Tom Cruise que no nace como héroe, sino que se va haciendo a fuerza de ensayo-error en un atracón reiterado del día de la marmota.
El comandante William Cage es un portavoz del ejército americano con tantas dotes para la persuasión como carencias para el combate. Cuando es inexplicablemente enviado a primera línea de ataque en un nada velado homenaje al Desembarco en Normandía con su propia playa de Omaha futurista y un resultado bastante más incierto, la desubicación del personaje resulta tan evidente que el espectador agradece la empatía que se establece con el ciudadano medio. ¿Quién no se ha sentido alguna –o muchas veces– absolutamente superado por unas circunstancias ajenas a su coyuntura habitual? Pese a su nulo adiestramiento e instrucción militar, Cruise consigue aguantar hasta una inmolación cuya casuística le hace quedar atrapado en un bucle temporal. Obligado a reiniciar el día cada vez que muere, y solo por repetición –la habilidad del torpe–, Cage va superando situaciones comprometidas, hasta que encuentra en Emily Blunt todas las respuestas a sus porqués, salvo al “cómo se quita el seguro”, chascarrillo que satura el primer cuarto de la cinta.
En general estamos ante una película bélica, bien condimentada con los must have del nuevo milenio: exoesqueletos y alienígenas heredados de Alien, rebobinado argumental a la carta mediante repetición de secuencias ya vividas fracasadamente, ritmo acelerado y desafección heroica. La frialdad entre los protagonistas parece aportar lógica y realismo a las relaciones entre soldados, y en ese sentido es un acierto, a mi entender, frente a los que abogan por un final romántico made in Hollywood. En todo caso, un amago de romance intenta dejar a todos contentos sin agradar plenamente a nadie.
Las secuencias de acción y efectos especiales, que es lo que se les pide a este tipo de productos, no defraudan en absoluto, aunque pasemos por los mismos sitios una y otra vez. La resolución de los caminos de no retorno recuerda a veces a la estética de un videojuego, pero sin llegar a abusar del mecanismo de game over / insert coin.
En conclusión, un futuro clásico para el subgénero de los bucles temporales, donde acumulará el mismo polvo en la estantería que Código Fuente, Atrapado en el tiempo o Looper. Imperdible para los amantes del cine fantástico y fanáticos de Tom Cruise, y prescindible para el resto de los espectadores, aunque a buen seguro pasarán un buen rato.