miércoles, 28 de mayo de 2014

Algo falla

Cuando tenéis que imponer censuras fascistoides es que el sistema se ha averiado. De poco sirve que os amparen las leyes que vosotros mismos habéis promulgado, ésas que nos olvidaron cuando la gente se moría de hambre. En política no se puede vencer. Hay que convencer. Y hacerlo por la fuerza es tan democrático como obligar a alguien a ser feliz.
Tal vez aquella mujer era un bicho. Quizá, pese a ello, no se merecía acabar como mártir del invento. Quien siembra viento recoge tempestades, por mucho que el temporal tuviera naturaleza personal y no institucional. En todo caso, deberíais hacérolos mirar. Cuando la plebe se echa a la calle y se alegra de una muerte, es que algo no funciona. Tal vez lo estáis pidiendo a gritos con vuestra aberrante manera de asesinarnos con gotero, pinchazo a pinchazo, hipoteca a hipoteca, multa a multa, decreto a decreto.
Os habéis colado pero bien. Lo último que debe perder un líder es la confianza del vulgo, ésa que funciona por caprichosos embates del destino, y que te da la espalda cuando menos te lo esperas, y que te respalda cuando has hecho méritos para el abucheo más mordaz.
Olvidaos de prohibir, perseguir y sancionar. El veto y el gobierno del miedo no os harán grandes. Sólo os darán tiempo y respaldo jurídico para seguir llenando la saca. Yo no puedo lamentar aquello. Debería, pero me duelen más los que se precipitaban por los balcones de sus desahucios hasta hallar paz en el asfalto, hasta crear mosaicos de vida interrumpida y desparramada en plan collage gore.
Planteároslo. Tal vez la próxima vez no sea una rencilla de índole pseudopersonal. Puede que se deba a la clausura de otro centro de salud, a la supresión de aulas en colegios, a flamantes nuevos indultos para vuestros coleguitas. Quizá quien incitó a la violencia, desde hace muchos meses, fueron sus Señorías. Lo he puesto con mayúscula inicial, no vaya a ser que me detengan los que no pudieron detener a Esperanza Aguirre. Nada que ver una indefensa sexagenaria tratada como una terrorista con un anarquista digital antisistema. Dónde va a parar.

martes, 20 de mayo de 2014

La residencia

Érase una vez una coqueta residencia de estudiantes con 194 habitaciones distribuidas en cinco módulos: verde, amarillo, rojo, azul y negro. Las diferencias entre ellos eran manifiestas. 
El rojo era multicultural, con un ala moderna y otra tradicional. En total, 35 dormitorios. Algunos, auténticas suites; otros, chabolas emparedadas. La mayoría de residentes de la zona clásica se mudaban por las noches al área moderna, y si el conserje no les pillaba, se quedaban ahí todo el curso.
El amarillo presumía de una decoración exótica y misteriosa, de profundas y arraigadas creencias, de honorabilidad y tradiciones milenarias. Muchos de sus integrantes, pese a ello, estaban a la gresca o malvivían en condiciones infrahumanas, masificados, insalubres y destartalados.
El módulo azul era pequeño, tranquilo, alejado del ruido. Sus catorce habitaciones eran una invitación a otro ritmo de vida. Las vistas, además, eran privilegiadas.
La zona negra era grande, pues albergaba nada menos que 54 habitáculos. La mayoría, en un estado lamentable: atestados, poco higiénicos, con un comedor casi en ruinas… Para colmo, unos cuantos abusones se habían hecho fuertes en los dormitorios y no dejaban vivir a los demás.
Pero esta historia no ocurría en ninguno de los módulos anteriores, sino en la unidad verde. Era ésta un área pequeña, aunque llena de vida, variedad y miles de atractivos. Sus 50 habitaciones crepitaban de alegría, heterogeneidad y rincones pintorescos. Quizá adolecía de cierto regusto decadente, pero bien armonizado con oportunas reformas en las distintas dependencias.
Las visitas a otros módulos y habitaciones estaban reguladas, aunque en principio no había mayor problema. Otra cosa era quedarse a dormir, para lo que se necesitaba un permiso especial. Las dependencias del área roja moderna y el módulo verde eran los más solicitados, incluso por los residentes de la misma unidad.
Una brisa de rumores ventilaba los pasillos de la zona verde. Se decía que en una de las habitaciones sur, España, corría el alcohol y el sexo desenfrenado. De hecho, cuando las españolas caminaban por el pasillo, podían oírse silbidos y piropos más o menos soeces, más o menos chabacanos, a veces hasta ingeniosos.
Los residentes que más habían interiorizado esta fama, y que más la exteriorizaban al colarse en la habitación, venían de Alemania e Inglaterra, dormitorios tradicionalmente muy bien considerados en la residencia. No había noche que no se zumbaran a una española o que no dejaran su marca territorial vomitando en el rellano de España; a veces, hasta en la colcha.
Los estudiantes de la estancia sureña empezaban a cansarse de tanta resaca, exceso ajeno y sobredosis de fiestuki y otras sustancias, pero los alemanes e ingleses pagaban bien por vaciar el mueble bar de España, y eso era pasta para hacer el master. Había cosas peores. Las estudiantes provinientes de la zona negra cobraban por sexo. También las colombianas y venezolanas. Hasta las rumanas y búlgaras.
Un día la abuelita de Calella, una de las niñas del dormitorio, llegó por la mañana y se encontró a su hija cansada, ojerosa, tirada en el suelo, roncando entre potadas de anglosajones, mientras su cama estaba ocupada por alemanes borrachos con los pantalones por los tobillos, y se preguntó si todo aquello merecía la pena. El master era el master, pero las lágrimas secas de su nieta, ahogadas hacia dentro, gritaban sordas que no.

martes, 13 de mayo de 2014

Canción de Yordanka o el Cojín de Lactancia (3/3)

Cuando la teta se cerraba, y parecía que todo volvería a su cauce, las cosas se ponían aún más desfavorables. La mamá reciente aprovechaba para echar una cabezadita sin cojín, lo cual no era una buena noticia, porque el usurpador estaba cumpliendo, retorcidamente, su función de hamaca para el bebé. Y el jodío dormía tan bien.
El desgraciado de Alin echaba en falta a su familia. El almohadón de la muerte estaba en todas, y él en ninguna. Y no sólo en cuestiones afectuosas, porque el mecánico ya no recordaba la última vez que había cohabitado con su querida Yordanka.
Un aciago día se fue la luz en el polígono. La avería iba para largo, con lo que el jefe los largó a todos a media tarde. “Bien”, pensó Alin, “tal vez hoy podamos consumar.” Y con esa intención marchó a casa ilusionado y medio empitonado.
Cuando entró le pareció oír ruidos extraños, lamentos, dolor. Pasó con cierto miedo hasta la habitación de Marius. El chiquito descansaba a pierna suelta en su cuna, en un mar de peluches y texturas. Lo curioso es que la culebra metomentodo no estaba allí.
Los gemidos no paraban. Eran, ya sin ninguna duda, obra de Yordanka, y una nube de pesar inundó su mente. ¿Estaba su amada poniéndole los cuernos con el vecino? Accedió, por fin, a sus aposentos, y se le cayó el alma a los pies. La esposa estaba, sin pudor ni vergüenza, a cuatro patas, con una cara de placer nunca antes dibujada en su rostro. En su retaguardia, en postura viril, un tanto machistorra, el cojín de lactancia le estaba echando un pinchito de los buenos.
Ocho meses más tarde, Alin seguía trabajando en su taller después de las nueve de la noche. Antes, rara vez se quedaba más allá de las seis. Ahora siempre hacía entre tres y cuatro horas extras al día. Necesitaba el dinero. Además, le gustaba arreglar coches. Era una manera de mantener la mente ocupada. Así no pensaba en los cuatrocientos euros mensuales que le tenía que pasar a Yordanka y al puto cojín de lactancia para que criasen a su hijo. Entre eso y los setecientos de hipoteca, apenas le quedaba para su piso de alquiler.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Canción de Yordanka o el Cojín de Lactancia (2/3)

Las siguientes noches descubrieron nuevos vicios del recién llegado. Y no sólo en las pernoctas. Una mañana el hombre se asombró, al despertarse, de no verse entorpecido por el dichoso cojín. Su alegría, sin embargo, se tornó susto en cuanto ganó la cocina. ¡El almohadón estaba desayunando en su silla! ¡Y para colmo, estaba usando su taza de Dora la Exploradora! El pobre Alin le hubiera cantado las cuarenta de buena gana, pero recordó la tranquilidad y comodidad que el bicho había traído a su querida mujer, y dio por bueno el abuso de confianza. A ver si le decía algo y se marchaba. ¡Estonces sí que le caía una gorda!
Mientras retorcía su llave inglesa contra la junta de la culata de un Citroen de la guerra, el rumano intentó quitarle yerro al incidente. Por eso, cuando arribó a casa, irrumpió con la mejor de sus sonrisas y la actitud del que no quiere montar en cólera. Se metió en la ducha tras darle un besito a la tripa y a la boca de Yordanka, y se fundió con el ardiente vapor quitagrasas de su mampara saunística. Salió todavía mucho más relajado. Ni siquiera había visto al maldito cojín. Pero cuando estaba ahí fuera, chipiando el felpudo y rebuscando su albornoz, todo cambió.

–Cariño –preguntó él–, ¿y mi albornoz?
–Ah, nada, lo lleva el cojín de lactancia. Es que tenía frío.
–¡Pero cielo, que estoy chorreando!
–Anda, hijo que te ahogas en un mar de dudas. Pues coge el mío y ya está.

Alin se vistió con la prenda recomendada mientras bufaba y mascullaba en voz baja. No quería enfadarse con Yordanka. Bastante tenía con las hormonas y la tripa. El albornoz le llegaba por encima de las rodillas y no podía cerrarlo, de modo que el cinturón dejaba una erótica raya vertical de carne que abarcaba desde el cuello hasta las calandracas. Sólo quedaban dos meses. Debía ser paciente.
Y lo fue. Marius nació cuando no había cumplido ni un día de vida y todo eran parabienes y bendiciones celestiales y familiares. Nadie se acordaba en la clínica del cojín de impertinencia.
Pero todo lo bueno se acaba, y la nueva familia feliz tuvo que volver a la realidad de su casa. Y ahí el cojín se hizo mucho más que fuerte. Se volvió imprescindible. A Yordanka le gustaba dormir agarrada a él, aunque ya no hubiera tripa que descansar. Y por supuesto, el muy baboso se apuntaba a todas las tomas de leche, oteando y tocándolo todo desde su privilegiada posición, y con intenciones mucho menos honorables que las meras necesidades alimenticias del pequeño Marius.

jueves, 1 de mayo de 2014

Canción de Yordanka o el Cojín de Lactancia (1/3)

Alin se acercó con intención hasta el vientre de su querida esposa. Yordanka lo vio venir y se subió el top. El varón besó el ombligo espitoso de la embarazada. En algún momento del ritual, Marius respondió con una contundente patada de comunicación no verbal. ¿Para que llorar si ahí dentro nadie le iba a oír, y además se estaba de puta madre?
El futuro papá marchó a mirarle los bajos a un montón de vehículos renqueantes, pero la estampa de su tripudita con el gremlin dentro le llenaba la mente de sonrisas de efecto traicionero en el rostro.
Cuando Alin se quitó el mono de fontanero vial, e irrumpió en casa, se encontró con un invitado desconocido. Yordanka estaba en la post-ducha, embadurnándose tanto aceite que parecía que ella misma se iba a ensartar en un palo y se iba a autococinar a la brasa como si fuera un pollo sin cabeza. Pero no, la imaginación se truncó ante la realidad: una suerte de churro curvo almohadillado, como si fuera un bumerang gigante de peluche, o un cojín de chicle estirado hasta el aburrimiento, se había hecho con las mejores butacas en el edredón conyugal.

–Cariño –dijo el mecánico–, ¿qué coño es eso?
–¡Hola, culín! ¿Te gusta? ¡Es un cojín de lactancia!
–¿Un qué?
–Un almohadón que me ha traído Violeta, porque ella ya no lo usa.
–Con razón no lo usa –replicó Alin con tono sarcástico.
–No seas tonto. Es un regalo estupendo.
–Pero si aún te faltan dos meses largos para dar a luz.
–Sí, pero es que no es sólo para cuando nazca Marius. También vale para ahora. Mira: lo doblas y sirve para apoyar la cabeza. Y si lo pongo así largo, me abrazo a él y me descansa la tripa. Es maravilloso. Me he echado una siesta…
–Hala pues, ya me quedo más tranquilo.
–Además, cuando tengamos a nuestro pequeño, me pongo así el cojín y apoyo al chico aquí y le puedo dar la teta sin forzar la espalda.
–Genial –indicó Alin flipándolo todavía.
–Y si lo uno por las puntas, sirve de hamaquita; y mientras, podemos emplearlo de cojín de lectura; además, queda monísimo encima de la colcha. Es tan amoroso…
–Ya, Yorda, ya.

Las virtudes y excelencias del nuevo inquilino de la cama no quedaron del todo claras para el mecánico, pero la noche destapó sus defectos. Para empezar, el gusano ese interminable ocupaba una considerable franja fronteriza del lecho, con lo que ambos perdían más de quince centímetros de maniobrabilidad onírica. Y la gordi apoyaba su rodilla encima, invadiendo el territorio comanche con insultante felicidad. El pobre Alin no pudo decirle nada. Parecía tan cómoda…