martes, 5 de noviembre de 2013

Peleados con Cronos

De todos los males endémicos de la idiosincrasia hispana, y mira que tenemos en abundancia, desde la infravaloración personal a la envidia contagiosa, el borreguismo, la vagancia, el presentismo, el miedo al ridículo, la picaresca o el panderetismo castizo, hay uno que nos persigue e identifica a trazos gruesos: la impuntualidad.
Y no hablo de los diez minutos de cortesía, que también, pero esos son, como yo decía en mi época estudiantil, “horario de universidad”, porque era recurrente que un goteo incesante de alumnos traspasara el umbral del conocimiento hasta bien entrado el primer cuarto, como si se tratara de un partido de baloncesto o un baile de fin de curso para el que no has conseguido que te acompañe ni la fea –que también, la pobre, qué culpa tendrá de que vivamos esclavizados por los estereotipos de belleza.
No, que la gran masa llegue tarde de cinco a diez minutos ya lo traemos de serie con la ineptitud para los idiomas y el hablar a gritos por si alguno de la última fila no se había enterado de que existíamos más allá de los Pirineos. Lo chungo ya es lo otro. Lo de plantificarse media hora después por tu cara bonita, y generalmente con pretextos tan inconsistentes como triviales.
Por ejemplo, en un evento gastronómico informal al que acudí últimamente decidimos, tácitamente, llegar tarde quince minutos porque estábamos cansados de esperar. Inocentes. Los siguientes llegaron media hora tarde. Los otros, tres cuartos (de lo mismo) y los últimos casi echan la hora de retraso. Yo ya no pido explicaciones. ¿Para qué? Somos España. Pero no me entra. Joder, si no vas a llegar a tiempo nunca jamás porque la premura te puede, pues queda más tarde. Fácil, ¿no? Pues no.
Ya sé que nuestro ritmo de vida es incesante y vertiginoso. Muy bien. Pero si te retrasas porque llevas al crío y toda la pesca, la solución es de manual. Empieza a prepararte una hora antes. Y si vives en el último barrio de la periferia oscura de la ciudad donde el autobús se acojona al pasar, pues más de lo mismo. Sal antes de casa. Lo que no puede ser es que pretendas hacer un trayecto que lleva una hora en quince minutos. Porque entonces harás esperar a los demás medio partido de fútbol.
Excusas para justificar una impuntualidad hay abundantes. Pero están ya muy manidas: He pillado un capazo, no viene el autobús, se ha dormido el crío, hay un atasco, he pillao una manifa, vamos de camino... Desconfía de ésta última: cuando un amigo te whatsappea para decirte que está en el tranvía o que va por la Plaza España es mentira. Ni ha subido al trasporte ni mucho menos ha llegado donde dice. Sólo se está dando margen para tardar un buen rato más.
Un rasgo distintivo de que nos la sopla hacer esperar es que rara vez pedimos ya disculpas. ¿Por qué hacerlo si no cambiaremos nada en el futuro para dejar de retrasarnos? Puede parecer una tontería, pero la falta de puntualidad denota muy poco respeto. Tal vez mi tiempo sea tan importante como el tuyo. Y aunque no lo sea, a nadie le gusta esperar.
El análisis del tardón resulta escueto. Suele tratarse de un individuo o pareja un tanto destartalado, generalmente muy indolente, comprensivo y abierto –faltaría más–, y predispuesto a perdonar los errores ajenos, tal vez porque espera que tú olvides rápidamente los suyos, siempre mucho más abundantes. El impuntual calcula mal de serie. No sabe planificarse y si ha quedado a la diez a las nueve y media decidirá acabar lo que está haciendo y se meterá a la ducha para salir de casa a menos diez, menos cinco o en punto. Para el informal ir de camino equivale a llegar. Y no es que no valore tu presencia. Probablemente le encanta, pero tiene predilección por la cosa que está haciendo en ese momento, o siente que ha perdido el tiempo durante el día y pretende solucionarlo vampirizando los últimos minutos de la jornada, los que te está robando a ti que le esperas pacientemente.
El origen de esta insana costumbre es relativamente incierto, pero tiene mucho que ver con la cultura del tiempo. Los países anglosajones, germánicos y nórdicos son monocrónicos. Lo que importa es hacer una cosa detrás de otra, de modo exacto, en su momento. La puntualidad es sagrada. El reloj es un bien común y debe rendírsele tributo. Los latinos somos policrónicos. Podemos hacer varias cosas a la vez y no acabar ninguna. No es importante cumplir los plazos. Lo principal es el momento en sí, disfrutarlo con las personas, dure lo que dure, y no preocupa atender a las exigencias horarias. Dos modos de medir el tiempo, de aprovecharlo o malgastarlo. Cuál de las dos suma o resta no lo voy a decir. Y si piensan que me voy a retractar, ya me pueden esperar sentados.

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