domingo, 10 de noviembre de 2013

Acompañados de la soledad

Dicen que uno de los males más horribles es la soledad, quizá sólo rebasado por el olvido, aunque ambos parecen estrechamente ligados como heraldos de la muerte en vida.
El mundo no lo han fabricado para estar solo. Poco importa que uno quiera estarlo o que las circunstancias así lo determinen. A ojos del gentío, el solitario ha fracasado en la vida. No hay actividades, hobbies o rutinas que se revaloricen en la soledad. Lo único que se disculpa son las funciones laborales. Y caminar. Siempre y cuando parezca que se va a algún sitio, con paso decidido y buscando llegar al destino mucho más que disfrutar del paseo.
Los actos cotidianos que se presuponen placenteros no pueden llevarse a cabo sin alguien al lado. Al menos, no sin ser escudriñado, evaluado y juzgado como socialmente incompetente, como abandonado, como sujeto desgraciado que no ha encontrado a nadie. Ir al cine es un buen ejemplo de esto. Nadie va a visionar una película en soledad. No puede asirse al antebrazo del copiloto, ni tantear su mano, comentar un fotograma o vaticinar un final cantado. Es como si jugase en segunda división.
La compañía fluctúa, siendo las más valoradas las parejas sentimentales y los niños. En este sentido se puede regatear la censura social con hermanos, primos y amigos de diferente sexo. Lo que importa es que los demás comprueben que alguien quiere estar contigo. Según sube la edad media del acompañante, la historia pierde glamour. Pero a veces se gana en eficacia. Seguramente el ochenta por ciento de madres de bebés prefieren irse de compras con la abuela que con el padre de la criatura. A no ser que el cónyuge también haga de taxista, que entonces las fuerzas se nivelan.
Pasear tampoco se puede hacer individualmente. Más te vale aparentar que vas a algún sitio o te analizarán con prepotencia aquellos que sí han conseguido algo. Es curioso ver como a menudo dos adefesios se han encontrado y salvado mutuamente de la maldita soledad y enjuician a los solitarios con superioridad moral. Estos ejemplares nunca romperán, pues bien saben que no hallarán nada mejor.
Cenar fuera tampoco es actividad singular. ¿Se imaginan a la chica compartiendo lambrusco con un oso de peluche inanimado? ¿O entrando a un bar buscando guerra? No, son batallas que se libran en pelotón, aunque sólo lo integren un par de soldados.
Todavía queda departir sobre la inevitable rutina de los olvidados, aunque afortunadamente se pasa: esperar. Todos lo hemos hecho unas cuantas veces, más de las que quisiéramos, y gestionar esos minutos no siempre es fácil. Puedes curiosear el móvil, mirar el escaparate, leer tu e-book, entrar a la tienda, mirar con aire despreocupado. Da lo mismo. Sigues oteando el horizonte esperando a que aparezca tu cita. Intentarás que parezca que estás bien solo, que tienes algo crucial que hacer, pero todos sabrán que es fingido. Te han dado plantón o llegan tarde.
Comprar para uno también es jodido. Todo es tamaño familiar y sale más económico así. Puedes congelar, cierto, pero eso no disimula el hecho de que vuelves a flotar en soledad por el universo de las relaciones sociales.
¿Y viajar por placer? Ahí si que llega la verdadera prueba de fuego del lobo solitario. Nadie se va solo de vacaciones. No se concibe una toalla abandonada ni un crucero individual. Bueno, los trasatlánticos para desesperados son la excepción: una suerte de agencia de contactos en ultramar; el colmo de la lamentabilidad acuciante y las urgencias fisiológico-afectivas. Por no hablar del suplemento de habitación individual. Además de que nadie te quiere lo bastante para irse contigo a Mallorca, pagas más. Hay que joderse.
A mí no me parece que estar solo por volición o casuística sea algo malo. Todo lo contrario. Muchos seres se aferran al de al lado por el simple hecho de que no les miren, enjuicien o minusvaloren. Pero algunos en el fondo no quieren estar acompañados de su némesis. Tienen miedo a que les condenen por no parecer capaces de merecer compañía. Tal vez la soledad sea una enfermedad tan terrible como el cáncer, tan inolvidable como el alzhéimer o tan nociva como la envidia, pero ninguno parecemos darnos cuenta. En todo caso, y como sucede con las otras, solamente la lamentamos cuando tenemos que mandarnos cartas a nosotros mismos con el subterfugio vanidoso y cobarde de aparentar que alguien recuerda nuestra onomástica.

4 comentarios:

  1. Yo he ido solo al cine muuuchas veces. Y disfrutaba un montón del cine. Lo que no sé es entrar a un restaurante o un bar solo, así no puedo.

    ResponderEliminar
  2. Yo he hecho todas las cosas que dices solo salvo viajar, que lo tengo pendiente. Supongo que la primera vez me sentí un poco extraño, quizás porque estamos acostumbrados a que sea una situación extraña, pero lo he hecho más veces y no he vuelto a sentir esa sensación. Cuando tienes ganas de hacer algo es mejor hacerlo. La soledad voluntaria a fin de cuentas no está tan mal. La involuntaria es harina de otro costal y esa si que es una putada gorda.

    ResponderEliminar
  3. La soledad para mí es una gran compañera, en cualquier caso comparto lo que dice Oski, si es voluntaria y elegida mejor.

    Un abrazo

    ResponderEliminar
  4. He llegado aquí por casualidad y el título de esta entrada ha captado mi atención. Me ha encantado lo que has escrito. Menos mal que nos queda algo que hacer en soledad sin que nadie nos tilde de raros: escribir y también leer ( y yo seguiré leyéndote a ti, Drywater)

    ResponderEliminar