lunes, 25 de noviembre de 2013

Anatomía de un esperpento

Podría hablarles de la obscena perversión del espíritu navideño; de la cosificación materialista de la inalcanzable felicidad si no es mediante el cochino dinero; del consumismo barato y los regalos caros; de las bombillitas centelleantes tan embrujadoras como vacuas; de amar gastando y despreciar ninguneando; del concepto clasista de la Navidad, obsoleto, solidario sólo en familia –a veces ni eso–; de los villancicos hippies, tan entrañables como ineficaces; de los buenos deseos exclusivamente para lavarse el alma, no para mejorar la existencia de los demás. El anuncio de la lotería de Navidad 2013 evoca todo eso y mucha inmundicia más. Pero no estoy aquí por eso. Todas esas cosas la traen de serie el resto de panfletos comerciales televisivos. Si es un horror es por muchas otras aberraciones.
El escenario natural es precioso. Punto a favor. Pedraza es un pueblecito encantador pero la engañifa de petarlo de lucecitas doradas sólo puede presagiar otro exceso publicitario de Freixenet o marcas del estilo. Desde luego el comienzo no puede ser más prometedor. ¿Volverá el hijo que hacía la mili por Navidad aunque los almendros todavía no estén en flor? ¿Saldrá Isabel Preysler ratificando su eterno idilio con Porcelanosa? ¿Aparecerá una chica guapa sonriendo porque lleva escondida en la espalda una bolsa de El Corte Inglés para demostrarles a sus padres cuánto les quiere? ¿O tal vez los cuatro magníficos del consumismo estén jugándose los turnos de Nochebuena y Reyes al guiñote? No. Nada de eso. Es mucho más morbosamente inesperado.
Cuando la curiosidad malsana ya se ha adueñado de la volición del espectador, aparecen ellos. No todos dan miedo. Marta Sánchez resulta hasta mona, aunque siga sin cantar un carajo. Al menos ahora entona. Bustamante sigue siendo un moñas que se agarra cojorzas de Mimosín noche sí, noche no, pero su presencia se soporta. Pero los otros ya… La Pastori no debe atravesar por su mejor momento. A qué si no semejante autolinchamiento. Rafael asusta. Por favor, que alguien le quite esos dientes de tiburón. No se puede tener 70 años y dentadura de jovenzuelo. Y mira que como persona es majo, pero parece que te va a comer de un bocado. Doña Montse no tiene precio. Yo sé que cantar clásica es muy difícil y que el gesto articulatorio puede no ser del todo estético… pero es que para semejante bodrio de adaptación no hace falta estar en éxtasis operístico, y menos si vas a poner semejante careto para sembrar el terror. Yo he pasado miedo.
En medio del derroche musical nos van intercalando bajunos fotogramas de personitas cotidianas rebosantes de esperanza, ilusión y amor. Eso sí, cuidadosamente seleccionadas para ser atractivas, bondadosas, tiernas, entrañables… vamos, lo que nunca te encuentras por la calle. Y vuelta a los cinco monstruos interpretativos, con pequeños gestos significativos llenos de simbolismo barato: una miradita cómplice, unas manos que se entrelazan, un otear el horizonte estrellado con expresión espiritual…
Con todo, desde mi crítica pero modesta posición de inopinador, lo más fragrante es la versión cutre, facilona, mal adaptada, que hasta el estribillo se les atasca, del Always on my mind, que no era de Pet Shop Boys ni de Elvis, sino de James, Carson y Christopher, y que por mucho que lo popularizara el de las lentejuelas, fueron los reyes del gay pop quienes lo inmortalizaron en aquel lejano 1987. Aquella fue considerada –según The Telegraph en 2004– la segunda mejor versión de todos los tiempos, sólo por detrás del All along the watchtower de Dylan por Hendrix. Si coges una obra maestra, no hagas el ridículo. Nada más. Porque mejorarla no lo vas a conseguir.
Se quejaba alguno de los talentos explotados por el comercial de que somos demasiado negativos, mordaces y despellejagallinas. ¿Pues qué esperaban, con seis millones de parados y semejante inoperancia para disfrazar que compres lotería con una torpe y manida orgía de ilusiones que juntas se hacen realidad? ¿Pues no ven que la mayoría jugamos en otra liga y que algunos no tienen ya ni para comprar sus sueños, aunque valgan veinte euros?

jueves, 21 de noviembre de 2013

Sentir o tener

Una de las dicotomías humanas más recurrentes posiciona a las personas como vividores del momento o coleccionistas. No siempre son excluyentes, pero habitualmente constituyen anverso y reverso de una misma actitud hedonista.
El hombre se debate, cuando algo le gusta, entre disfrutar y conservar. El ejemplo más diáfano al caso, que no el único, lo constituye el uso o abuso de las cámaras digitales en los viajes de placer. Un turista que vive y se deleita con los paisajes, las catedrales y las calles hará fotografías suficientes para recordar los lugares sin saturarse. Para él, es más importante experimentar en el acto la belleza, la paz y la tranquilidad de contemplar pasivamente cosas que nunca había visto antes. El viajante coleccionista, por el contrario, no soltará el dedo del gatillo pictórico. Tomará 1200 fotos por aventura vacacional, y se aferrará tanto al tener que rara vez podrá apreciar in situ lo que está viendo en el momento. Este segundo ejemplar se llevará a casa un zurrón de píxeles reiterativos hasta el empacho. Si puede te encasquetará su millar de fotos tras una ovípara cena, acompañadas de una sutil explicación de dos minutos (por fotograma). Luego tal vez no vuelva a verlas. Son demasiadas y le cansan.
La misma actitud vital se repite en el visionado de cine y TV. Un recolector no pisará una sala, ni lamentará perderse un episodio de su serie favorita, porque más pronto o menos tarde se hará con los DVDs originales, llenos de extras que –dependiendo del grado de frikismo– nunca verá. Si la coyuntura económica es delicada y sólo da para las fraudulentas cuatro gigas reales de ONO, el embalsamador de películas se limitará a bajarse de Internet tanto material cinematográfico que jamás tendrá tiempo de verlo todo, ni tan siquiera una tercera parte. Para el disfrutador inmediato, lo primero que enganche será lo que vea, y se preocupará muy poco de conservarlo. ¿Para qué, si ya lo ha visto?
Mecanismos similares adoptan los oyentes musicales. Los efímeros sintonizarán la primera radio que no interfiera con su rutina y llenarán su tiempo de lo que venga. Sin obsesiones. Sin agobios. Los acumuladores se pondrán ciegos de descargarse canciones, y si son muy excesivos, podrán llevar su diogenismo polifónico hasta la búsqueda y hallazgo de caras b, versiones infumables y rarezas de las que no le enseñarías ni a tu peor enemigo. Da lo mismo; para ellos serán un tesoro.
Los partidarios de tener y retener poseerán bibliotecas de escándalo, aunque no repitan la lectura de un solo libro y otros volúmenes esperen pacientes su turno durante generaciones. Para los presentistas lo importante será leerse un libro sin priorizar su propiedad, por eso las ediciones de préstamo y los ejemplares de amigos serán tan buenos como los demás, y mucho más económicos.
Es difícil valorar qué postura es más ventajosa. El materialismo –o digitalismo en estos tiempos que navegan– nunca ha sido una actitud demasiado positiva, especialmente cuando se cae en lo obsesivo. Pero tampoco se puede vivir del aire. Todos retenemos como método de supervivencia emocional, como diario de experiencias y sentimientos que de otro modo se llevaría el viento cruel generado por las saetas inexorables del tiempo, las mismas que giran vertiginosamente hasta cambiar la brisa de la infancia en el huracán de la vejez. Al final, todo lo que acumulamos tendrá sentido sólo mientras nosotros se lo demos, y como a buen seguro nuestros bienes nos sobrevivirán, tras nuestra marcha serán tan indispensables como las cintas de VHS o beta en el siglo XXI.
Definición de recuerdo: cosa inservible que rememora un pasado brillante, que ocupa el hueco de un cajón y que sacamos a orear cada seis años convencidos de que no podemos desprendernos de ella, aunque tenga que pasar un lustro más para volver a necesitarla.

sábado, 16 de noviembre de 2013

¿Qué quieres ser de mayor?


Soy un hedonista de la psique bajo los efectos de las sustancias y sus revelaciones oníricas y alucinatorias. Vivo en un mundo que trasciende las convenciones de éste.

Llega un momento en la vida de una generación en que se deben tomar decisiones cruciales: coche o moto, pop o rock (o rap), slip o bóxer, playa o montaña, letras o ciencias, carne o pescado, Madrid o Barça… De todas ellas, tal vez la más trascendente sea la de elegir una profesión. Mucha gente arruina su futuro eligiendo trabajos que no le gustan o que no cumplen sus expectativas económicas.
De donde yo vengo las carreras universitarias más solicitadas son Grado de Millonario, Máster en Jefe y Estudios de Famoso. Son estudios duros. Las asignaturas de Especulación, Explotación y Práctica del Abuso son complicadas. Photocall Aplicado, Sonrisa Denticlor y Arquitectura de Cajas Fuertes son más agradables, pero también exigentes. La Carrera de Reality está muy de moda. Cuando acabas el sueldo base es brutal, dicen.
Para los menos ambiciosos pueden estudiar las Diplomaturas de Pobre, Vago y Parado. Son fáciles de aprobar, pero luego se cobra poco. El Máster en Vacaciones también gusta, pero vale una pasta y tienes que presentar tus propias prácticas cada año.
Si pasas de estudiar, como la mayoría, búscate un trabajo sin cualificación. Médico, por ejemplo. Empiezas poniendo tiritas y si prosperas puedes acabar operando a corazón abierto. O Físico. Al principio sumerges el champú en la bañera y luego ya acabas calculando la masa de Urano mediante ecuaciones de seis incógnitas. Biólogo, Arquitecto, Filólogo o Aparejador también son opciones que no reportan gran estatus, pero se pueden hacer sin haber tocado un libro. Yo personalmente recomiendo ser Ingeniero Informático o Robótico. No hacen falta muchas luces.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Acompañados de la soledad

Dicen que uno de los males más horribles es la soledad, quizá sólo rebasado por el olvido, aunque ambos parecen estrechamente ligados como heraldos de la muerte en vida.
El mundo no lo han fabricado para estar solo. Poco importa que uno quiera estarlo o que las circunstancias así lo determinen. A ojos del gentío, el solitario ha fracasado en la vida. No hay actividades, hobbies o rutinas que se revaloricen en la soledad. Lo único que se disculpa son las funciones laborales. Y caminar. Siempre y cuando parezca que se va a algún sitio, con paso decidido y buscando llegar al destino mucho más que disfrutar del paseo.
Los actos cotidianos que se presuponen placenteros no pueden llevarse a cabo sin alguien al lado. Al menos, no sin ser escudriñado, evaluado y juzgado como socialmente incompetente, como abandonado, como sujeto desgraciado que no ha encontrado a nadie. Ir al cine es un buen ejemplo de esto. Nadie va a visionar una película en soledad. No puede asirse al antebrazo del copiloto, ni tantear su mano, comentar un fotograma o vaticinar un final cantado. Es como si jugase en segunda división.
La compañía fluctúa, siendo las más valoradas las parejas sentimentales y los niños. En este sentido se puede regatear la censura social con hermanos, primos y amigos de diferente sexo. Lo que importa es que los demás comprueben que alguien quiere estar contigo. Según sube la edad media del acompañante, la historia pierde glamour. Pero a veces se gana en eficacia. Seguramente el ochenta por ciento de madres de bebés prefieren irse de compras con la abuela que con el padre de la criatura. A no ser que el cónyuge también haga de taxista, que entonces las fuerzas se nivelan.
Pasear tampoco se puede hacer individualmente. Más te vale aparentar que vas a algún sitio o te analizarán con prepotencia aquellos que sí han conseguido algo. Es curioso ver como a menudo dos adefesios se han encontrado y salvado mutuamente de la maldita soledad y enjuician a los solitarios con superioridad moral. Estos ejemplares nunca romperán, pues bien saben que no hallarán nada mejor.
Cenar fuera tampoco es actividad singular. ¿Se imaginan a la chica compartiendo lambrusco con un oso de peluche inanimado? ¿O entrando a un bar buscando guerra? No, son batallas que se libran en pelotón, aunque sólo lo integren un par de soldados.
Todavía queda departir sobre la inevitable rutina de los olvidados, aunque afortunadamente se pasa: esperar. Todos lo hemos hecho unas cuantas veces, más de las que quisiéramos, y gestionar esos minutos no siempre es fácil. Puedes curiosear el móvil, mirar el escaparate, leer tu e-book, entrar a la tienda, mirar con aire despreocupado. Da lo mismo. Sigues oteando el horizonte esperando a que aparezca tu cita. Intentarás que parezca que estás bien solo, que tienes algo crucial que hacer, pero todos sabrán que es fingido. Te han dado plantón o llegan tarde.
Comprar para uno también es jodido. Todo es tamaño familiar y sale más económico así. Puedes congelar, cierto, pero eso no disimula el hecho de que vuelves a flotar en soledad por el universo de las relaciones sociales.
¿Y viajar por placer? Ahí si que llega la verdadera prueba de fuego del lobo solitario. Nadie se va solo de vacaciones. No se concibe una toalla abandonada ni un crucero individual. Bueno, los trasatlánticos para desesperados son la excepción: una suerte de agencia de contactos en ultramar; el colmo de la lamentabilidad acuciante y las urgencias fisiológico-afectivas. Por no hablar del suplemento de habitación individual. Además de que nadie te quiere lo bastante para irse contigo a Mallorca, pagas más. Hay que joderse.
A mí no me parece que estar solo por volición o casuística sea algo malo. Todo lo contrario. Muchos seres se aferran al de al lado por el simple hecho de que no les miren, enjuicien o minusvaloren. Pero algunos en el fondo no quieren estar acompañados de su némesis. Tienen miedo a que les condenen por no parecer capaces de merecer compañía. Tal vez la soledad sea una enfermedad tan terrible como el cáncer, tan inolvidable como el alzhéimer o tan nociva como la envidia, pero ninguno parecemos darnos cuenta. En todo caso, y como sucede con las otras, solamente la lamentamos cuando tenemos que mandarnos cartas a nosotros mismos con el subterfugio vanidoso y cobarde de aparentar que alguien recuerda nuestra onomástica.

martes, 5 de noviembre de 2013

Peleados con Cronos

De todos los males endémicos de la idiosincrasia hispana, y mira que tenemos en abundancia, desde la infravaloración personal a la envidia contagiosa, el borreguismo, la vagancia, el presentismo, el miedo al ridículo, la picaresca o el panderetismo castizo, hay uno que nos persigue e identifica a trazos gruesos: la impuntualidad.
Y no hablo de los diez minutos de cortesía, que también, pero esos son, como yo decía en mi época estudiantil, “horario de universidad”, porque era recurrente que un goteo incesante de alumnos traspasara el umbral del conocimiento hasta bien entrado el primer cuarto, como si se tratara de un partido de baloncesto o un baile de fin de curso para el que no has conseguido que te acompañe ni la fea –que también, la pobre, qué culpa tendrá de que vivamos esclavizados por los estereotipos de belleza.
No, que la gran masa llegue tarde de cinco a diez minutos ya lo traemos de serie con la ineptitud para los idiomas y el hablar a gritos por si alguno de la última fila no se había enterado de que existíamos más allá de los Pirineos. Lo chungo ya es lo otro. Lo de plantificarse media hora después por tu cara bonita, y generalmente con pretextos tan inconsistentes como triviales.
Por ejemplo, en un evento gastronómico informal al que acudí últimamente decidimos, tácitamente, llegar tarde quince minutos porque estábamos cansados de esperar. Inocentes. Los siguientes llegaron media hora tarde. Los otros, tres cuartos (de lo mismo) y los últimos casi echan la hora de retraso. Yo ya no pido explicaciones. ¿Para qué? Somos España. Pero no me entra. Joder, si no vas a llegar a tiempo nunca jamás porque la premura te puede, pues queda más tarde. Fácil, ¿no? Pues no.
Ya sé que nuestro ritmo de vida es incesante y vertiginoso. Muy bien. Pero si te retrasas porque llevas al crío y toda la pesca, la solución es de manual. Empieza a prepararte una hora antes. Y si vives en el último barrio de la periferia oscura de la ciudad donde el autobús se acojona al pasar, pues más de lo mismo. Sal antes de casa. Lo que no puede ser es que pretendas hacer un trayecto que lleva una hora en quince minutos. Porque entonces harás esperar a los demás medio partido de fútbol.
Excusas para justificar una impuntualidad hay abundantes. Pero están ya muy manidas: He pillado un capazo, no viene el autobús, se ha dormido el crío, hay un atasco, he pillao una manifa, vamos de camino... Desconfía de ésta última: cuando un amigo te whatsappea para decirte que está en el tranvía o que va por la Plaza España es mentira. Ni ha subido al trasporte ni mucho menos ha llegado donde dice. Sólo se está dando margen para tardar un buen rato más.
Un rasgo distintivo de que nos la sopla hacer esperar es que rara vez pedimos ya disculpas. ¿Por qué hacerlo si no cambiaremos nada en el futuro para dejar de retrasarnos? Puede parecer una tontería, pero la falta de puntualidad denota muy poco respeto. Tal vez mi tiempo sea tan importante como el tuyo. Y aunque no lo sea, a nadie le gusta esperar.
El análisis del tardón resulta escueto. Suele tratarse de un individuo o pareja un tanto destartalado, generalmente muy indolente, comprensivo y abierto –faltaría más–, y predispuesto a perdonar los errores ajenos, tal vez porque espera que tú olvides rápidamente los suyos, siempre mucho más abundantes. El impuntual calcula mal de serie. No sabe planificarse y si ha quedado a la diez a las nueve y media decidirá acabar lo que está haciendo y se meterá a la ducha para salir de casa a menos diez, menos cinco o en punto. Para el informal ir de camino equivale a llegar. Y no es que no valore tu presencia. Probablemente le encanta, pero tiene predilección por la cosa que está haciendo en ese momento, o siente que ha perdido el tiempo durante el día y pretende solucionarlo vampirizando los últimos minutos de la jornada, los que te está robando a ti que le esperas pacientemente.
El origen de esta insana costumbre es relativamente incierto, pero tiene mucho que ver con la cultura del tiempo. Los países anglosajones, germánicos y nórdicos son monocrónicos. Lo que importa es hacer una cosa detrás de otra, de modo exacto, en su momento. La puntualidad es sagrada. El reloj es un bien común y debe rendírsele tributo. Los latinos somos policrónicos. Podemos hacer varias cosas a la vez y no acabar ninguna. No es importante cumplir los plazos. Lo principal es el momento en sí, disfrutarlo con las personas, dure lo que dure, y no preocupa atender a las exigencias horarias. Dos modos de medir el tiempo, de aprovecharlo o malgastarlo. Cuál de las dos suma o resta no lo voy a decir. Y si piensan que me voy a retractar, ya me pueden esperar sentados.