domingo, 28 de julio de 2013

Carnavales de Saldo

El arte no puede ser copiado; al menos gratis.

Patricio Márquez llevaba meses escondido en un cuchitril sin ventanas, tumbado en el sofá y sobreviviendo a base de jumpers y chetos sabor kétchup mientras alimentaba sus sueños con documentales de “Jirafas Enanas”, “Ballenas hidrófobas” y Rinocerontes Unicorniales”. Había perdido la forma hasta el punto de que su otrora reluciente barriga se perdía en un mar de grasa circunferencial y asimétrica. La barba de seis días escondía tanta desgana como abandono, y el pelo grasiento y desaliñado denunciaba huelga de ducha desde hacía incontables semanas. Dejarse llevar siempre era una ruta sin retorno hacia la destrucción corporal y espiritual.
De repente La 2 le obsequió con un fabuloso reportaje sobre “Funerales de las sardinas” y al intrépido agente de la $GA€ se le encendió la bombilla de 90 vatios. ¿Y si volvía a la carga de incógnito? Pronto llegarían los carnavales y podría recaudar disfrazado de otra persona.
Patricio cogió el coche y se dirigió a la cuna de todos los carnavales europeos: Venecia. Se puso su traje de noble veneciano con una fabulosa máscara narigona, pagó una cuantiosa multa a sí mismo por la infracción y se lanzó a la caza de infractores.
Los dos primeros días fueron muy fructíferos. Patricio penalizó a 89 personas, nobles y turistas, en los derredores de San Marcos. Poco imaginaba que su mundo se iba a resquebrajar al tercer amanecer.  Aquella fatídica jornada llegó a puerto un trasatlántico de Fanta lleno de ninis y chonis. Las máscaran venecianas se diluyeron en un mar de vulgares, toscos y barateros disfraces de saldo: el Capitán América, el tesorero Bárcenas, Bob Esponja, Shakira y Piqué, Mazinger Z, Melendi, Amador Mohedano, Chicote, Berlusconi, Mickey Mouse… absolutamente vomitivo.

–Neil Tennant y Chris Lowe? –inquirió Patricio Márquez a un par de locazas con monos rojos y cucuruchos puntiagudos.
–No –dijeron ellos extrañados–. Somos Rocco Ambrosini y Nicoletto Farini, sicilianos.
–Bien, Ambrosio Roca y Vaporetto Panini, acaban de cometer un delito contra la propiedad intelectual. Han plagiado a los Pet Shop Boys, los reyes del gay pop. Deberán pagar una multa que la $GA€ transferirá posteriormente a la agencia tributaria italiana.

Pero mientras redactaba la multa vio aparecer a un gordo imitando a Rajoy, once pavos vestidos como si fueran el Real Madrid, uno de Jorge Javier Vázquez…  El incorruptible agente empezó a parar a todo quisque, pero no daba abasto. Vino otro vestido de Sheldon Cooper, de Naranjito, hasta del mismísimo Patricio Márquez –que, por cierto, fue detenido inmediatamente por los carabinieri–, e incluso de la familia Flores.
Un zumbido terrible se apoderó de la cabeza del agente de la $GA€. Mirase donde mirase, sólo veía plagios y más plagios. Se quitó la máscara para poder respirar, jadeando pesadamente mientras su estómago se hinchaba y deshinchaba hasta extremos incompatibles con las leyes físicas. Se arrancó la seda veneciana chillando enloquecido, y salió corriendo sin rumbo intentando escapar de tanta locura copyrightística. La momia y Spiderman lo miraron extrañados. Cobi y Curro dejaron de brindar y se fijaron en el loco.
Patricio Márquez ganó una góndola a motor y salió zumbando de la magia veneciana. Tal vez tuviera un encanto especial, pero aquel día era todo de cartón-piedra. Unos miles de nudos más allá las voces y las pesadillas se hicieron más y más sordas. Enfrentarse a la corrupción desatada del mundo puede ser enloquecedor para alguien tan purista. Llegó a Croacia y se encerró en un motel de mala muerte donde intentó curarse las heridas a base de “Cigarras trabajadoras” y “Osos alopécicos”. Menos mal que se había traído el DVD portátil.

lunes, 22 de julio de 2013

¿Dónde está mi colesterol?

Soy un hedonista de la psique bajo los efectos de las sustancias y sus revelaciones oníricas y alucinatorias. Vivo en un mundo que trasciende las convenciones de éste.

Dice el médico que estoy al borde de la enfermedad. Que no tengo colesterol. Y todo por culpa de las judías verdes. ¿Tengo yo la culpa de que estén tan buenas? Que deje de tomarlas, dice, y que desayune tigretones, almuerce bollicaos y meriende donuts. ¿Pero no ve que son asquerosos, que saben horrendo y que nadie los quiere consumir? Con suerte se irán a la quiebra en dos días. Por mucho que subvencionen los gobiernos a la bollería industrial, si una cosa no tiene futuro no lo tiene. Si al menos le quitaran el sabor a chocolate y le pusieran legumbre…

martes, 16 de julio de 2013

¿Las mujeres se arreglan para las mujeres?

Llámenme obtuso, asperger, empanado o iluminado, pero pueden resumirlo todo en que simplemente soy un hombre. Ahí estaba yo pensando que los escotes circunferenciales y las supertetas eran una trampa para hacernos asomar al balcón, que el gloss de labios intentaba atraparnos por exceso en una bacanal tipo Instinto básico, o por defecto en un “mira lo que nunca podrás probar, pobre infeliz”, y que las fajas superreductoras trataban de enmascarar humanidad y convertir vuestras cinturas, a nuestros ojoplatos, en dibujos animados… y resulta que no, que el rollo no iba con nosotros, que sólo lo hacíais para causar envidia y odiosas comparaciones ganadoras con las congéneres.
Vale, yo acepto que un trasero bien calzado nos dura lo que un gol de Iniesta, que somos unos simplorros y que nunca entendemos vuestras jeroglíficas indirectas. Lo asumo y pido disculpas por la parte que me toca –Dios me libre de convertirme en representante de la raza hombre–, pero el planteamiento, si cierto, me parece de un retorcimiento extremo.
Los tíos somos superficiales, primarios y poco dados al análisis entre líneas. El 75% de las cosas que ocurren entre dos mujeres en una fiesta nunca las sabremos. Perdón, quería decir el 95. Nos daréis un bofetón y bajaremos la cabeza sabiendo que hemos hecho algo mal, pero nunca sabremos qué. Sin embargo, algo de cierto debe haber en la afirmación del título. Basta con recordar las veces en que yendo con la nuestra nos encontramos con la compañera de trabajo, la prima, la vecina o la amiga de pequeña. La conversación será más o menos trivial para el muchacho, pero para la chica tendrá unas connotaciones terribles. “No lleva anillo. Se ha puesto tremenda. Y yo con el pelo sucio. Vaya trasero ha echado. Para mí que está embarazada. Qué estropeada está. Ese vestido le quedaba como el culo. Vaya, hoy que no voy mona.” Cualquiera de estos enunciados, u otros similares, se proclamarán ante nuestro estupor, que tampoco dura mucho, lo que cuesta asomarse a otro balcón o ver en el cristal de un bar otro gol de Iniesta.
Sólo una cosa, chicas. Ante una mujer pensamos “qué tía más buena”, pero nunca nos da la neurona para la fase dos, ésa de “esta tía está más buena que la mía” o “y mi chica con esos pelos”. De verdad que nos da igual. No somos excluyentes, sólo superficiales y aglutinantes.  Y si queréis que dejemos de mirar el tiqui-taca, inventad el fútbol femenino nudista. Aunque bien pensado: “-¿Has visto que gol de chilena? -No. Y tú, ¿has visto que apertura de piernas? –No. Estaba viendo la chilena, imbécil.” Personalmente prefiero ser superficial a retorcida. ¡Qué estrés!

viernes, 12 de julio de 2013

Frases malditas

Recopilar las sentencias que nunca debieron decirse debe ser una ardua tarea, y estas líneas no pretende recopilarlas, ni todas ni muchas, ni siquiera unas pocas. Tan sólo hacemos memoria, que ya va fallando, y nos recreamos en el fatalista resultado de unos pocos ejemplos.
Tengo una corazonada. El eslogan de Madrid 2016 me llegó muy adentro, concretamente en forma de punzada. Entiéndanme, el Ministro de Justicia, entonces Alcalde de Madrid, recién me había crujido por cometer horrendos crímenes contra la seguridad vial en la villa –véase Querido Hijo de la Gran Puta–, y que fracasara la candidatura olímpica me produjo una morbosa satisfacción interna. Hoy en día me da un poco igual. Sigo pensando que es una cabezonería prepotente y chulesca de esta peña, pero si después de desviar fondos y asignar contratos a dedo resulta que queda algo para el ciudadano –deudas no, por favor–, pues adelante con 2020.
Voy a por tabaco. Un clásico. ¿Quién no ha dicho esta frase alguna vez, pero volviendo? Lo friki debe ser soltarla sabiendo que no vuelves nunca más, que una rubia cañón y millonaria te está esperando abajo con la moto en marcha, o que has quedado con un marciano de Venus –supongo que entonces es venusiano– para dar una vuelta por la galaxia. La frase siempre ha tenido ese punto fatalista, más allá de la volición de querer irse de verdad, de los que dejan su casa en busca de algo trivial y un suceso inesperado transforma sus vidas para siempre. Ir a por tabaco y no volver es salir al mundo y enfrentarse a lo inesperado, normalmente a traición y casi siempre para caer derrotado en un descampado lleno de maleza y jeringuillas. En todo caso, si tu cónyuge te dice “Voy a por tabaco” y no fuma, debes sospechar.
Vamos a mejorar el golaverage. Ésta tiene un matiz personal impagable. Era un partido de fútbol sala de una liga tercermundista, contra el último clasificado. Metimos un gol en un minuto y alguien dijo la sentencia de marras cogiendo el balón deprisa para no perder tiempo y poder meter más brevas. Ni que decir tiene que perdimos el partido. La derrota más merecida de mi lamentable carrera deportiva. Da gusto cuando la prepotencia pierde.
Yo no he sido. Un clásico infantil. Normalmente en circunstancias impepinables, solo en la escena del crimen, con las manos llenas de dedos y el frasco roto en el suelo. ¿Quién no ha usado alguna vez esta excusa sabiendo que tenía las de perder? Eso sí, no te compres un muñeco diabólico. Con Chucky te las comerás todas una tras otra.
Usted creerá que un hombre puede volar. Así se anunciaba Superman en 1980. Y ahí salía Christopher Reeve con una raya de pelo impecable y los calzoncillos rojos por fuera, mientras gruesos cables le sostenían por el aire frente a un fondo azul de pega. Bien, lo morboso de esta sentencia es que el pobre actor, deportista cebado, acabó parapléjico tras una desafortunada caída de caballo. Luchó durante muchos años contra su enfermedad con coraje y determinación, y fue de fijo un gran ejemplo para muchos, pero la vida le castigó con esta burla cruel: el hombre de acero acabó en una silla de ruedas mucho antes de hacerse mayor.  
Voy a mirar afuera. No te muevas de aquí. Otro tópico, esta vez de las películas de terror. La casa infestada de los cadáveres de tus amigos –que también hace falta imaginación para colgarlos de una manera tan retorcida, como si fueran jamones–, y sólo quedáis tu novia y tú. A ver, so gilipollas… ¿me puedes dar una explicación mínimamente racional para explicar tu destripe y troceo más que justificado y hasta vitoreado, por mambrú? ¡Si es que mereces que hagan morcillas y salchichones con tus vísceras, por iluminado! Pero bueno, en estas películas tomateras parece que un requisito imprescindible para morir es ser bocachancla, promiscuo, prepotente, fantasma, carente de ética o directamente estúpido.
Acaba aquí mi recorrido por las frases malditas pero quedan invitados a añadir tantas como quieran. Será por ejemplos.

miércoles, 10 de julio de 2013

Amanecer vs. Atardecer

Pocas, poquísimas cosas son tan bellas como un amanecer de fuego. El cielo se suaviza, desde la más perversa oscuridad hasta un infinito azulado lleno de posibles. Puede que el tapiz celestial esté despejado, o al contrario, que densos nubarrones emborronen el firmamento.
Si el alba es clara y nítida, poco hay que soñar en la jornada que empieza. Aparecerá el huevo frito sin más orgía cromática que el paso de la negrura monocorde al índigo uniforme. Pero si amanece entre cúmulo-nimbos algodonosos o estratificados cirros, colocados al azar por un dios cuya existencia ni siquiera podemos determinar –si es un gordo calvo sedente o una mujer sanguinaria de múltiples brazos, un hippie clavado a un aspa, un triángulo de ojo vigilante, incluso si no puede iconizarse–, en este segundo caso se abrirá el telón de los sueños. La luz podrá filtrase a través de paréntesis de caprichosas tonalidades. En un lienzo azul, naranja, rosa o violeta pintará el destino algodón de colores. Probablemente todo suceda antes de que aparezca el rey, ésa es la rara combinación entre arquitectura celeste, luz solar y el instante en sí. Por eso cada amanecer es diferente a todos los demás, porque nunca rompe el día a la misma hora, porque el cielo recoge distinto los vestigios cada mañana. Un amanecer dramático es preludio de emociones intensas. Pero no siempre ocurren por fuera. A veces alborea por dentro.
Los atardeceres tienen todas las connotaciones poéticas y estéticas de los anteriores, con dos importantes salvedades. Al ocaso, todo sucede al revés. El cielo se rasga en incontables colores a partir de la luz y no en busca de ella. Ya no es una impresionante ceremonia de apertura; esta vez, se cierra el cortinaje y todo muere en azul marino luego negro. La segunda diferencia tiene mucho de simbólico. Un amanecer es un premio sin haberse ganado las lentejas, un pago por anticipado, un desayuno no sudado. Un atardecer, por el contrario, representa el fin de la jornada, la hora bruja, el comienzo de los sueños cuando los duendes merodean y las hadas deambulan. Cuando realidad y ficción se superponen, difuminan y confunden. Cuando ya se puede empezar a imaginar. El trigo está recolectado; la obra, acabada; el bebé, cambiado y el trayecto, hecho. La jubilación diaria y crepuscular es un hecho irrefutable y absolutamente merecido. Tal vez tras la estampa rosa y las nubes en ignición sólo venga la desolación, la soledad y la desesperación, pero si hay un momento del día que tiene magia, ése es, paradójicamente, la noche. Al fin y al cabo, la muerte de la luz filtrada entre caprichosas nubes no es sino cubrir la existencia de un manto de estrellas. Ningún albor puede presumir de acabar el espectáculo con destellos de plata que duran hasta la próxima aurora.
Quedarse con el alba o el ocaso dependerá muchas veces de los hábitos del espectador. Una persona diurna posiblemente contemplará muchos más amaneceres, o al menos los cogerá con más gusto, brillará en la luz y dibujará esculturas con las nubes. Si el sujeto es nocturno será el atardecer el que dé el pistoletazo de salida a un universo onírico de sombras y mitos. Si debo posicionarme, para mí, un atardecer siempre será mejor, más intenso, más romántico y más epitáfico que un amanecer, salvo en las alegorías de la existencia humana, donde el alba siempre será el verano de la vida, y el crepúsculo sólo ocurre en el invierno de la senectud. 
 

lunes, 1 de julio de 2013

Devorados por la (in)comunicación

Hasta hace poco tiempo, compartir unos instantes con alguien era un ritual sagrado y nada podía romperlo. Tal vez una llamada urgente, una hora intempestiva o un timbre cruel. Las personas querían estar con las personas y eran libres de hacerlo.
Hoy las reglas han cambiado. La mayoría sucumbe a la tiranía del whatsapp. No es extraño ver un grupo de amigos aglutinados en torno a algo –una mesa, un tapete, una bacanal de cervezas, un 3-0, una limosina– y estar a millones de km de distancia. La estampa es clásica. Codo con codo, cara a cara, pero adorando al dios móvil y muriendo por él.
No comprendo ese afán por dar más importancia al ausente que al presente. Personalmente, prefiero que no queden conmigo. Me resulta tan estúpido como aquella vez que después de compartir silencio durante una hora de viaje me invitaron al bar. ¿Para qué, para seguir callados? Para eso me echo la cerveza en casa, que la tele habla cuando yo quiero.
No ha mucho una compañera me confesó que usaba el whatsapp más de lo necesario. Que estaba enganchada, vamos. Y así es en muchos casos: un servicio de mensajería que se ha convertido en una esclavitud, por el único motivo de ser gratuito –previo pago de tarifa plana, claro. Es como descargarse el emule y estar todo el día bajando series y películas que jamás tendrás oportunidad de ver.
Hace unos años se decía que si no estabas en internet no existías. Luego llegaron tuenti y facebook. Hoy, sin twitter o whatsapp no eres nadie. 500 megas de datos por 30 euros, y la incapacidad real de comunicarte con el compañero de fatigas. Es de suponer que el usuario de whatsapp disfruta con su nueva forma de relacionarse, pero… ¿es que nunca le quedan ganas de apagar el móvil, de estar ilocalizable, de guardar información de verdad en la recámara en lugar de llenar los caracteres de trivialidades? Como decía otra colega, “antes quedaba con amigos a tomar un café al menos una vez al mes. Ahora les mando un whatsapp y ya he pagado la visita.” Menos mal que los niños no se incomunican mediante la dichosa red social. Ellos prefieren quedar una tarde y no dirigirse la palabra enfrascados cada uno en su playstation o xbox. Dónde va a parar.