domingo, 30 de diciembre de 2012

Xmas Wars (1/2)

Aquel invierno de 2012 parecía efectivamente el fin del mundo. El cambio climático había afectado al magnetismo de los polos hasta el punto de que una noche podía durar tres horas o veintisiete, y el magnetismo era tan fuerte que las saetas de todos los relojes habían enloquecido como brújulas cachondas. Para los digitales, la cosa no era mucho mejor: las pilas y baterías se habían agotado en minutos. Ya nadie sabía qué día era, y celebraban la Nochebuena noche sí y noche también. De vez en cuando celebraban Nochevieja y Reyes sin saber si volverían a hacerlo. Los científicos no acababan de ponerse de acuerdo sobre el día en que estaban.
En casa de Ibón no había muchas sorpresas. Dormían si había oscuridad y se reunían en el salón en momentos de luz. No tenían mucho para gastar y por eso evitaban el consumo innecesario de electricidad. Por el momento, ningún heraldo de la felicidad se había deslizado por la chimenea o aparcado los camellos en doble fila. Pero aquella noche indefinida algo maravilloso iba a ocurrir en los alicatados del corazón de Ibón Zarzides.
Todo estaba quieto en la casa. Ibón soñaba con una Dantorian Nexus Complex sumergible, un regalo que sus padres nunca le podrían hacer. A sus seis años, el pequeño Ibón ya sabía que los reyes no existían y que Papá Noel era un invento de la Coca-Cola. De la chimenea caía una inaudible lluvia de ceniza. Poco a poco el polvo se tornaba brillantes virutas de oro. La luminosidad del dorado mezclado con el gris ceniza confería a la estampa una magia muy navideña, como esas postales en blanco y negro con motivos en oro y plata. Sólo había dos posibilidades: o estaban rodando un anuncio de chocolate Suchard o Santa Claus estaba intentando encajar su tripota en la estrechez de la chimenea de Ibón.

Un señor orondo y mayor vestido con un forro polar rojo y dobleces y puños blancos, con pantalón y gorro a juego, larga barba blanca y nariz de borrachín apareció por el hueco de la chimenea. Un aura de destellos rojos le envolvía. Su sonrisa era tan amplia que le confería cierto aire de estupidez o abuso de sustancias, y ya cuando abrió la boca lo arregló del todo.

–Ho, ho, ho –dijo el recién descendido.

Ibón se despertó sobresaltado. La risa grave del obeso le había arrancado de sus dulces sueños. Intentó no hacer caso y se dio media vuelta.
Abajo, el tripón se estaba poniendo hasta el culo de mazapanes y turrón de praliné, que era guarro como él solo –el dulce, no el señor.
Imperceptible a la bacanal gastronómica del heraldo de la navidad anglosajona, tres pequeños fulgores de oro, azul y verde penetraban por los resquicios de las ventanas del salón. Las auras se hicieron intensas en el interior, y llegó un momento en que los cuatro brillos eran tan luminosos que los ojos de Ibón se negaron a dejar la persiana echada.

–¿Qué hacéis aquí, camelleros? –expresó Santa Claus con poco alegría.
–Es Noche de Reyes, gordo cabrón –replicó Gaspar, el del aura azul, con la misma falta de empatía.
–No, royo –se justificó Papá Noel–. Es Nochebuena. Sobráis aquí los tres.
–¿Qué me has llamado, obeso seboso? –dijo Gaspar mientras Baltasar le sujetaba para evitar un conflicto físico.
–Royo es pelirrojo en fabla –explicó el de rojo con cierto aire de superioridad–. Haber acabado la ESO.
–Lárgate de aquí –amenazó Melchor envuelto en brillo dorado–. Ibón es nuestro.
“Lárgate de aquí. Ibón es nuestro.” –parodió Santa con muy mala baba–. Fuera vosotros, moros, africanos, sucios.
–Que ellos son asiáticos –aclaró Baltasar con su aura verde–. Sólo yo soy africano. De Etiopía.
–Me da igual. Pirarse de aquí o usaré mis poderes contra vosotros, que me tenéis hasta los cojones con vuestro rollo. La puta cabalgata, los caramelos a tutiplén, los tronos esos de cartónpiedra…
–Mira quién habla –contestó Melchor con vehemencia–. El mierdas de rojo, que está gordo como un barril de sebo por lo bien que come, tanta dieta americana y tanta hostia ya, hombre.
–¿Y tú me lo dices, que no os laváis ni pa’ atrás? El moreno apesta a cebolla, el royo lleva comida en la barba, y tú llevas el pelo graso y las puntas abiertas. ¡Mira el mío qué bonito es! –expresó Santa Claus con prepotencia.
–Putos americanos chauvinistas –atacó Baltasar–. Primero os cargáis a todos los indios de las praderas en nombre de la colonización, luego os suicidáis tomando Winston. “Bob, tengo cáncer”, ¿recuerdas, eh, gordo cabrón?
–Uh, uh, uh –contestó Papá Noel imitando los movimientos de brazo de los gorilas–. Cállate, Etoo.
–Eres un hijodeputa anglosajón –dijo Gaspar–. Tu país es un asco. Estáis todos paranoicos. Vuestra comida es una mierda pisada. La mitad de los críos toman pastillas para la hiperactividad, y la otra mitad, donuts, de manera que al final todos os hacéis policías comedonuts o esquizofrénicos peligrosos.
–Por no hablar de la política intervencionista –añadió Melchor–, que os metéis en todas las guerras para dar salida a vuestra potente industria armamentística, bien vendiendo fusiles y tanques o mandando críos mal llamados patriotas a que les rebanen la cabeza con un machete. Os ha pasado siempre, desde Vietnam, Nicaragua, Cuba, Irak, El Salvador, Afganistán… ¿sigo, degenerado mórbido?
–¿Y vosotros, que no tenéis dónde caeros muertos? ¡Si la gente no sabe si venís de Persia, Babilonia o Etiopía! ¡Yo me he enterado por la Wikipedia, y cualquiera se fía de ella! ¡Sois unos apátridas!
–¿Qué me ha dicho, qué me ha dicho? –dijo Baltasar muy ofuscado–. ¡Racista, racista!
–Calma –expresó Melchor con mesura–. Esto no puede acabar así. Somos heraldos de la felicidad. Vamos a llegar a un acuerdo. Seguro que hay sitio para todos.
–Los huevos –replicó Santa viniéndose arriba–. Desde que aparecisteis han bajado la venta de juguetes en Europa un 60% la semana de Navidad. Y los mamones de Toys R’US sólo me hicieron contrato del 24 de noviembre al 25 de diciembre. Todo lo que se vende después os lo lleváis vosotros, cabrones. Me estáis jodiendo el negocio.
–Santa, hombre, no seas así –insistió Melchor–. Fijo que podemos llegar a un pacto. Somos mensajeros de la felicidad. ¿Qué importa ganar más o menos dinero si un solo niño vive la magia de la Navidad? ¿Si un pequeño olvida por unos instantes la enfermedad, el hambre, la violencia, las guerras, el Sálvame de Luxe, el analfabetismo, el frío, la escasez, gracias a un juguete? ¿Y no es más importante su ilusión que ponerse un jacuzzi nuevo en Laponia o cambiarse la jaima en el Sáhara?

miércoles, 26 de diciembre de 2012

¿Dónde está la magia?

Pasan los años y las rutinas se suceden. Llega otra Navidad y vuelves a comer más de lo que querías. Tu primo ya es un tiarrón. Tu tripa también se ha hecho mayor, y aquel proyecto que parecía tan nítido hace algunas primaveras se va difuminando con discreción. Te miras al espejo y buscas algo que le dé sentido a todo. La Navidad solía ser ese reducto de magia donde todo podía pasar. Los renos volaban, los camellos traían regalos en lugar de drogas, había barra libre de turrón y sidra, la familia no se acababa nunca… Ahora la familia no se acaba nunca, pero el efecto es diferente. Ya no se puede hablar de cualquier cosa, y las odiosas comparaciones flotan en el subconsciente colectivo.
De niño las Navidades tenían algo especial. El frío vahaba las conversaciones de barrio, los niños de San Ildefonso eran más mayores que tú, los balcones enmarañaban guirnaldas interminables de luces bonitas, los juguetes copaban la tele, los escaparates, las tiendas, los hogares y las largas enumeraciones entrecortadas de regalos que te habían traído los Reyes; las películas tenían ese componente mágico infalible y siempre acababan bien, los villancicos se pegaban al paladar como si fueran caramelos de toffee, las campanadas auguraban un futuro lleno de ilusiones y el primer anuncio de La 1 se grababa a fuego en el subconsciente. Todo estaba construido del material preciado del que se hacen los sueños.
He buscado durante años ese espíritu, y apenas me he topado con él accidentalmente, casi sin apreciarlo, cuando no lo perseguía. No sé en qué consiste. Tal vez sea esa felicidad consumista de gastar y gastar y demostrar a la gente lo mucho que les quieres después de no haberles dedicado quince minutos en doce meses; o esas luces multicolores y embrujadoras que todo lo emborrachan de moñería facilona –reconozco que me encantan esas falsas y oníricas antorchas–. Quizás consista en pasear por las calles gélidas mientras las voces infantiles de coros de niños canturrean villancicos eternos, sentir que la casa se transforma en hogar por unos días, preparar las fiestukis con los colegas, divisar una autopista de vacaciones, ver a aquellos con los que has vivido tanto, esperar regalos que llevan tu nombre grabado a rotulador. Tal vez sean esa montaña de anuncios musicales llenos de fantasía, reencuentros, juguetes y calor humano y divino; o esa colección de recuerdos imborrables de las Navidades pasadas, recopilados y clasificados por orden de maravillosidad desde que rememoras estas fechas prefabricadas.
Todavía sigo buscando ese espíritu mágico en cada diciembre, casi siempre sin suerte. Deambulo por las calles enneonadas, monto mi Belén de Playmóbil con multitud de piezas y cierta mala uva, escucho villancicos, viajo a lugares indescriptibles, me reúno con aquellos a los que quiero, recuerdo las cosas que me hacían feliz e intento reproducirlas. No funciona. El espíritu de la Navidad no lo traían las bombillas verdes ni el turrón de granos, ni la bacanal de regalos ni los días de fiesta, ni las gentes ni los renos con un señor orondo vestido ridículamente. Lo único que no se repite de todo aquello eran los ojos del espectador, la boca entreabierta, la ilusión perdida. La magia la traía la niñez, la inocencia, la candidez, la novedad. Era el niño el que revestía todo de acontecimiento inolvidable, de asombro sin concesiones, de felicidad ingenua, primigenia, irrepetible, indeleble.
Tal vez por eso los hombres vuelven una y otra vez a todos los tópicos navideños, y se arriman a los más pequeños como Peter Panes de la ilusión, esperando reproducir en ellos la magia perdida, extinta, esa que nunca volverá. Tal vez todos seamos vampiros de la inocencia ajena, y vivimos en los niños aquello que hace muchas lunas dejamos de sentir, y su risa es nuestra ridícula porción de felicidad añeja. Tal vez la nostalgia sólo es una anciana que no se dio cuenta de que había envejecido muy deprisa, y en Navidad, el doble de rápido.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Educación de mierda

La que nos merecemos. La que ofrecemos, esa que impartimos, llena de incongruencias y chapuzas. Porque una cosa es que recorten medios, quiten apoyos, anulen desdobles, eliminen programas, ajusten presupuestos, bajen sueldos, roben pagas extra, incumplan contratos, supriman becas, suban tasas y cobren por respirar conocimiento –con un inútil de ministro es lo mínimo que nos podría pasar–, y otra muy distinta es que arruinemos su espíritu desde el interior.
La esencia de la educación no reside en los principios, ni en los contenidos, ni siquiera en las ideas; el alma son los maestros, esos seres que parecen impartir una materia aislada del mundo, hermética e impermeable. Mucho podría decirles sobre la necesidad de reinventar la educación, de pisar el aula una vez al mes, de enseñar idiomas mediante inmersión lingüística, ciencias en el campo, química en el laboratorio, economía en el mostrador, música contra las cuerdas. Sí, la teoría no nos lleva a ningún sitio. Tal vez lo haga otro día.
Los profesores enseñan desde el mismo momento que entran por la puerta: cómo visten, el modo en que se expresan, cómo huelen, las cosas que dicen, la forma de interactuar con los niños, de mirarles, de explicarles, de generar complicidad, de corregirles, de preocuparse por ellos. La relación entre maestro y alumno es tan sagrada que ningún incompetente debería corromperla suplantando a un educador.
Y sin embargo, y desafortunadamente, para ser padre, conductor y profesor los requisitos son mínimos, y la responsabilidad gigantesca. Cualquiera puede aprobar un examen de conducir, cohabitar con acierto o sacar un dos en una oposición. Pero criar a un hijo, manejar un vehículo y educar a un niño es peligroso: se puede matar a una persona, a una familia, a una clase.
Jodidos estamos. Bastante tenemos con desempeñar uno de los oficios más exigentes del mundo para que cualquier necio venga a cuestionar nuestro cometido, a restarnos horas de labor –muchas, se lo aseguro–, a envidiar nuestro estatus (ya no sé cuál), a relativizar nuestro esfuerzo, para que luego aparezcan un puñado de jetas que quieren vivir bien y se suban al carro de la enseñanza con el caballo de las vacaciones y las riendas del funcionariado.
Y ahí sí reblo: en este gremio el que quiere trabajar 20 horas semanales las hace y punto. Otra cosa es que imparta unos contenidos de mierda, que no corrija un solo cuaderno, que le importen un carajo los chicos, que lleve 30 años haciendo lo mismo curso tras curso, que no se implique ni un ápice, que se siente en clase sobre el sillón de la pereza o que se ponga a leer el periódico mientras los jovenzuelos trastean. Yo esto lo he visto y encajado con una mezcla de pavor y estupefacción. Son y existen, y no distan mucho de ser aquellas personas con las que nunca te marcharías a tomar un café, porque el profesor no es sino una versión académica de la persona, y difícilmente el que es un gilipollas fuera se vuelve profesional en el aula.
Estoy harto de estos inútiles. Destrozan el trabajo de los demás, aterrorizan a los jovencitos, les comen el alma y les enseñan a odiar argumentando que la vida es injusta y deben acostumbrarse a ello. Desde luego que es injusta: que les toque un hijodeputa como tú en lugar de un docente decente es la mayor injusticia del mundo, y que te paguen por joder a seres en formación me parece una retorcida broma del sistema este tercermundista que sostenemos. Lo único que los chicos quieren es que te preocupes por ellos, que los marques, que los quieras y que los apoyes, que te impliques y que seas un eje de coherencia y equilibrio en un mundo cambiante y excesivo que no comprenden y al que se lanzan sin saber dónde o cuándo acaba la caída libre, y si les hará mucho mal. Sólo quieren que les mostremos el camino, que les hagamos fuertes, serenos, confiados, maduros, resistentes y consecuentes. ¿Cómo les vas a enseñar tú eso si careces de la mitad de las cualidades que pretendemos inculcar? ¿Quién fue el imbécil que te regaló el carnet de maestro?
Mientras haya gente así la educación será un asco. Tal vez deberíamos esterilizar a los pichas bravas, inhabilitar a los conductores negados y despachar a los profesores no vocacionales, porque la paternidad responsable, la seguridad vial y la enseñanza de calidad son asuntos demasiado serios para dejarlos en manos de cualquier objetor de la responsabilidad. Ésos que opositen para tolais. Lo mismo suspendían por falta de estudio. No pasa nada: pueden hacerse ministros de educación, cultura y deporte.

martes, 11 de diciembre de 2012

Sí, llevo una doble vida

Soy un hedonista de la psique bajo los efectos de las sustancias y sus revelaciones oníricas y alucinatorias. Vivo en un mundo que trasciende las convenciones de éste.

Pero nadie lo sabe. Aparentemente soy un superhéroe de chillones leotardos y calzoncillos fucsia por fuera, con almohadillado de tableta de chocolate en los abdominales y fibrosos bíceps. Lo mismo encarrilo trenes que izo autobuses de línea escolar a medio caer del puente. Ya he desmantelado seis mafias, atrapado dos yernos corruptos de la realeza y detenido a seis marujas que chafan la ropa en lugar de plancharla. No sirve. La gente me escupe por la calle y los niños me tiran piedras certeras. Los bebés me lloran con saña, las abuelas me propinan severos paraguazos y las embarazadas me abuchean porque no pueden encorrerme.
Sin embargo, en la intimidad me transformo. Cuando no me ven, me quito el traje elástico que me marca las morcillas y me revisto de mi verdadero yo. Sí, sí. No lo cuenten, pero soy administrativo. Me calzo el smoking y las gafas de culo vaso, que son como un antifaz pero más gruesas, y me lío a sellar informes y a hacer fotocopias. Las ventanas están a reventar de admiradores. La gente corea mi nombre. Las niñas me adoran y me lanzan besos encaramelados. Los hombres imberbes, y también los talluditos lloran conmovidos cuando me ven coger la grapadora. Todos están orgullosos de mí. Quieren saber mi identidad secreta, pero no puedo revelarla. Imagínate que descubren que soy el superfantoche que descuelga gatos maullantes. Sería mi fin y la vergüenza para mi familia.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

¿Conoces a la gente?

Si bien es cierto que dichos principios parecen variables según quién los formule, hay algunos que se repiten en (casi) todos los casos. Por ejemplo, “mi hijo no”, “yo no ronco”, “el mando no necesita pilas, es el ángulo”, “Cesc no puede jugar en la banda”, “inglés nivel medio”, “Manolo y yo, uña y carne”, o como oí hace poco –perdónenme la expresión soez–, “Manolo y yo, culo y mierda”. Cualquiera que se precie de afortunado presume de tener en la vida cinco o seis axiomas impepinables, de esos pilares que nunca se van a resquebrajar de sólidos y robustos que parecen. Y efectivamente raramente se rajan. Suelen desplomarse de una pieza y haciendo muchísimo ruido.
Cada uno de estos aforismos necesitarían una entrada para sí mismos, pero tales digresiones se las solicitan a los heraldos de la Navidad. Yo me quedo con la exaltación de la amistad.
A la gente hay que conocerla de buenas y de malas. En este país vomitamos vodka con kiwi junto al primo de la novia que nos acaban de presentar y ya somos colegas forever. Si acabamos juntos en el karaoke o cruzando los chorros al mear en el garaje la historia ya es de mejores amigos. No hay nada de lo que la gente presuma más peregrinamente que de conocer a los demás y de tener con ellos una amistad insuperable, irrompible, insondable. Como norma, que no siempre, cuando más alardea uno de confianza con alguien menos sólido es el vínculo. Porque reírse con otro pavo madrugada tras noche, de borrachera en potada es lo más fácil del mundo. Yo amigos así tengo mil (si saliera a beber, claro). Conocer a alguien en su salsa no tiene dificultad.
Pero, ay, pequeño, qué poco nos cuadran las cosas cuando vienen mal dadas. De malas ya es más jodido encontrar amigos del alma. Qué poco nos gusta aguantar al vecino cuando estamos lejos de nuestro entorno, cuando las risas son broncas y los abrazos puñetazos. Entonces se nos cae la venda, o se le cae al otro, y ya no somos todos tan maravillosos.
Suele pasar que, llegados a este punto, uno prefiera al cabrón de cara que al amigo de espaldas, porque aquel que tan mal nos entró no cambia tanto, o nada, cuando la cosa se pone fea. El bueno, en cambio, está irreconocible. Si vienen los romanos te negará tres veces; si se hunde el barco le cederás tu bote y ni te dará las gracias; si te enojas con él todas sus sonrisas se tornarán odio. A las duras no todos son tan majos. La pregunta es: cuando viene la de cal y tu mejor aliado es tu enemigo… ¿se ha vuelto un cabrón con pintas o te lo has vuelto tú?