miércoles, 29 de agosto de 2012

La oposición

 
Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas era una profesora de inglés como otra cualquiera. Su pronunciación se acercaba al nativismo pero con un deje mañico irrenunciable, amén de cierto acento highlandernés. Es lo que tiene hacer el Erasmus en Inverness. Era más ducha en la corrección gramatical que en la interpretación de la norma, y a menudo hacía las cosas como un hablante genuino: bien pero sin saber por qué. Era experta en encontrar videos en Youtube y sabía ganarse la clase a base de sonrisas cómplices antes que a gritos y amonestaciones. Los chicos la adoraban. Usaba la pizarra digital con maestría, pero no abusaba de ella. Jamás castigaba a los muchachos. Nunca llegaba un buen motivo. Con los compañeros se llevaba o muy bien o nada de nada, pero evitaba hacer enemigos. 
Sin embargo, arrastraba un defecto grave: era interina. A sus 56 años había visto pasar las oportunidades como salmonetes que se deslizaban resbaladizos de entre sus torpes manos. Le había tocado vivir la escasez de vacantes en los noventa, y la bonanza de plazas en los tardíos 2000. En unas y otras citas siempre había alguien mejor que ella. Al principio despreciaba a los interinosaurios que se anquilosaban en su posición privilegiada de la lista. Ésos que preferían suspender y mantener su puesto 7 de la clasificación de interinos antes que hacer un esfuerzo –mínimo–, sacar un mísero 5 y convertirse en funcionarios de carrera. Estaba claro que estos pseudoindividuos preferían ser cabeza de ratón que cola de dragón. Al fin y al cabo, los interinos de pata negra elegían lo mejor de lo que quedase, normalmente Zaragoza, mientras los recién aprobados tenían que largarse durante tres, cuatro y hasta diez años de la capital. Berta siempre se había dicho a sí misma que aprobaría en cuanto pudiera, que no sería un fósil sin plaza toda su vida. Pero las convocatorias iban pasando y Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas no hacía sino quedarse con frecuencia a las puertas de la vacante. Siempre sacaba el examen con holgura, si 6’3, 8’1, 7’5, 8’9, 8’6, 7’3, 8’3 y 7’9 se podían considerar notas holgadas. Pero nunca le llegaba para plaza. A su derredor aparecían dinosaurios con milagrosas empolladas aliñadas con millones de puntos de antigüedad o pollitas recién horneadas con notazas en los exámenes. De un modo o de otro, a Berta se le comían las esperanzas por todos los flancos. Ya no creía en el sistema. Ella era una profesora eficiente, entretenida y trabajadora, pero en los exámenes no daba más de sí. ¿Qué tenía que ver saberse la vida y obra de Shakespeare, conocer las inclinaciones freudianas que arrastraba Hamlet frente al conflicto y tragedia de sus progenitores, empalmar 2300 términos acuñados por derivación o distinguir la competencia comunicativa de la lingüística con meterse en un aula con 37 adolescentes hormonados, ganárselos día a día y además enseñarles un poco de lengua inglesa para que pudieran pedir una hamburguesa en el Kentucky Fried Chicken cuando visitaran Londres? Enseñar no tenía ninguna relación con opositar. El formato era subjetivo y dependía mucho de los condicionantes humanos. Así era. Un tribunal de cinco profesores como ella dirimía quién merecía la plaza y quién no. Cosas tan accidentales como ser afín a ellos o haber trabajado codo con codo durante años en el mismo lugar podían inclinar la balanza descaradamente. Pero Berta se había rendido. Ya no quería aprobar. Tenía casi 57 y gracias a sus larguísimos años de cotización podía permitirse la jubilación a los 60. Le salía más a cuenta suspender a propósito y quedar de las tres o cuatro primeras de la lista de interinos. Por ese motivo se presentó a los exámenes con una tranquilidad desconocida. No tomó valerianas las tres semanas previas, ni repasó un solo tema. No repasó a los miembros de su tribunal por si los conocía, y se limitó a firmar el primer examen.
El día de la encerrona Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas se topó con las mismas caras de siempre: Martínez Urquijo, Martínez Vera, Merino, de Miguel, Minguillón, Miñón, Minosa y Moaxaca. Estaban todos atacadísimos, y contagiaban su nerviosismo hablándose unos a otros sobre programaciones, unidades didácticas y guiones. A ella le daba igual, y apenas participaba de la orgía de tembleques. Los demás se sorprendían de su entereza y lo achacaban a una autoconfianza a prueba de bombas o a un desencanto indolente del sistema de oposición. De un modo de otro, los demás opositores fueron envejeciendo años en pocas horas y ella mantenía su serenidad.
Llegó el momento de entrar y Berta lo hizo con paso firme, deseando leer el título de su tema y quedarse callada, para después hacer su exposición con una duración estimada de 15 ó 20 segundos, lo justo para que el tribunal se diera cuenta que sólo aspiraba al 0. Pero las golosinas que da la vida siempre saben a imprevisto. Algunas son demasiado dulces, y otras amargan. Ante la mirada incrédula de Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas se erigían los cinco del patíbulo, y lo que en cualquier otra ocasión se hubiera convertido en la mejor de las sorpresas, en ésta torció para siempre el curso de los acontecimientos. El tribunal no era desconocido, ni mucho menos. Era normal, después de tantos años, toparse con algún excompañero o cara conocida, pero lo extraordinario venía hoy: Yanela era su cuñada, mujer de su hermano; Blanca Rosa era su mejor amiga de la carrera, aprobó hacía diez años; Gustavo trabajó con ella seis años, eran muy amigos; Carmen había sido su compañera este curso, y no le había dicho nada; por último, Jesús Juan era el mejor amigo de su cuñada Yanela, la primera del tribunal. Berta estaba alucinada. Las cinco personas más afines a ella estaban sentadas enfrente con todo el poder para decidir su futuro laboral.

YANELA:                   ¡Qué pasa, bicha!
BLANCA ROSA:       ¡Joder, qué callado te lo tenías, tía!
BERTA:                      ¿El qué?
GUSTAVO:                Pues que nos conocías a todos, Bertita, tonta.
CARMEN:                 Yo sabía que estabas en mi tribunal, pero como no decías nada… Yo pensaba que era para que la gente no sospechara.
BERTA:                      Que no, tía, que no tenía ni idea de que estabais aquí todos. ¡Qué fuerte!
JESÚS JUAN:            Bueno, ¿qué tal te ha ido en Escocia, Lourditas?
BERTA:                      ¡Que no me llames así, Jesús Juan!
CARMEN:                 Bueno, pues si te parece acabamos con tus papeles y nos pegamos una charradita, ¿vale?
BERTA:                     Vale, pero no he escrito nada, ¿veis? Leo el título y ya. Y tampoco voy a defender tema.
CARMEN:                Aaaaaaaaaaah, qué perrilla. Ya sabías que éramos nosotros y te has marcado la chulería de dejar el tema en blanco. Podías haber sido un poco más disimulada, tía, que igual canta.
BERTA:                      ¿Qué igual canta el qué?
GUSTAVO:                Pues el 10, Bertita, que la gente es muy malpensada.
BERTA:                      ¡Pero qué 10!
YANELA:                   Pues el tuyo, bicha. Lo que dice Carmen es que está genial que vengas con lo puesto, pero que aparentes un poco, que luego hablan mogollón.
BERTA:                      ¡Pero que yo no quiero aprobar, Yanela! Que sólo he venido a firmar y ya. No he escrito nada. Ya no quiero la plaza. Es que no me compensa.
GUSTAVO:                Anda, Bertita, nos seas vacilona.
BLANCA ROSA:       Tía, que no pasa nada. ¿Cuánto necesitas? ¿Te ponemos un 9’8 o quieres el 10? Yo lo que digas, que lo mismo me da. A ver si porque no se note te quedas sin plaza.
JESÚS JUAN:           Que no, Blanca, que tiene muchos puntos. Con un 9’7 se la saca fijo.
YANELA:                  Bueno, pero por si acaso te ponemos el 10 y ya está. Y luego, con que sigamos cargándonos a la gente, plaza seguro.
BERTA:                     Que no me es-táis es-cu-chan-do. Que no quie-ro sa-car-me la pla-za.
CARMEN:                Que no te cre-e-mos, tí-a. Que te va-mos a po-ner un diez, co-ño.
BERTA:                     Y dale perico al torno.

La opositora siguió insistiendo en su inocencia hasta que se cansaron de negociar la nota. En su lugar hablaron de mil y una anécdotas mucho más entretenidas que los phrasal verbs o los textos científicos y tecnológicos. Berta pasó un rato ameno, alejado del estrés añejo de otras veces. Sin embargo, cierto hilo de desconfianza se enredaba en su cabeza.
Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas sacó un 10’00 en la oposición. Obtuvo la primera plaza de las cuatro que se habían convocado. De nada le sirvió jurar y perjurar que se trataba de un error. Pasó un curso en Zaragoza en prácticas y luego le dieron un flamante destino en Castejón de Sos con horario diurno y nocturno. Un planazo. No pudo renunciar a la plaza porque decaería de la lista de interinos. Afortunadamente, el gobierno aprobó una ley que aumentó los años de jubilación mínimos. Berta no estuvo en Castejón hasta los 60. Se quedó hasta los 68. El último día de trabajo antes de su merecido descanso recogió sus bártulos, lloró sus lágrimas frente al powerpoint jubilatorio que le habían montado sus compañeros, cogió el coche y pinchó cruzando el Congosto del Ventamillo. Su vehículo se despeñó por el barranco y tardaron quince días en recuperar los hierros. A la pobre Berta los buitres la dejaron en los huesos.
El accidente mortal de la desdichada profesora de inglés causó una gran consternación en la comunidad. El Ministerio de Interior y Obras Públicas cambió el trazado del Ventamillo con un espectacular voladizo colgante y dos carriles en cada sentido. La velocidad mínima era de 90 km. El instituto de Castejón de Sos dejó de ser sección de Graus y lo renombraron como IES Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas. Además le quitaron el horario nocturno e incluyeron una casa de profesores cedida por los habitantes del pueblo. Aramón Cerler regala todos los cursos un bono anual a los profesores del centro. El IES Alberta Lourdes Mínguez de las Azuladas es el primero que se agota en la elección de destinos de septiembre.

viernes, 24 de agosto de 2012

La primera vez


No esa primera vez. Todas las demás. Las que no acaban con un “¿Ya?”
Pasar por una puerta al mundo nunca es igual cuando se repite el umbral de la experiencia. La inocencia da valor a las cosas. Venecia nunca gusta lo mismo la segunda vez, del mismo modo que la película que tanto nos impactó nos sabe menos intensa cuando la volvemos a visionar. Si al amargo desencanto de viajar al mismo paraíso, leer otra vez aquel libro, visitar ese museo, subir al cachivache imposible de antaño, jugar a ese juego divertidísimo o practicar aquel deporte tan molón le añadimos un componente de niñez el desencanto será ya de matrícula, porque nada impresiona más que ver las cosas cuando uno no levanta un palmo del suelo. Si eres niño El llanero solitario te parecerá una película mítica y la cueva del horror la experiencia más terrorífica por la que hayas pasado nunca; tu padre lo sabrá todo y tu madre será la más guapa; el parque de atracciones será el lugar más alucinante del mundo y los videojuegos el vicio mejor inventado jamás. Recuperar todo aquello de mayor es un cóctel mal combinado de decepción y jocosidad. ¿Cómo podía gustarme semejante bodrio? Y yo que perdía el culo por esa cantante…
¿Y el turismo? Nada entristece más que volver a Tazones o Cadaqués y que la orografía sea la mitad de hermosa de lo que recordábamos. Los instantes parecen grabar la realidad y magnificarla sin censura. El recuerdo que nos queda es mucho más bello que la verdad objetiva. No es de extrañar que uno no quiera repetir destino si no es para enseñárselo a otros y alimentarse buítricamente de su ilusión, de su primera vez. Vivir es conocer, pero lo sabido ya es menos asombroso. Todo lo repetido vale menos, salvo tal vez las canciones. Esas, como los vinos buenos, ganan con los años. Quizá deberíamos salir al mundo con una memoria de pez que nos hiciera olvidar las cosas que ya hemos contemplado, las personas que ya hemos conocido, los sabores que ya hemos probado, porque nada es comparable a la primera vez. Afortunadamente, tampoco el sexo.

lunes, 20 de agosto de 2012

Insignificancia

La pequeñez en la que estamos inmersos es gigantesca. Nuestra vida está esculpida de muchos más errores y lagunas que de certezas y preceptos. El microcosmos en que nos movemos es tan ridículo que nunca nos daremos cuenta de nuestra propia miseria. Pese a ello, somos ignorantemente felices.
Hablemos de lenguas, por ejemplo. Se estima que existen más de 6000 lenguas en el mundo. Bien, nadie es capaz de nombrar más de ¿20? Como mucho, nos pondríamos a inventarnos los dialectos acuñando los gentilicios. ¿Cómo vamos a expresarnos en tegulú, maratí, bashkiro, gagauzo o kikapú si no sabemos que semejantes insultos son idiomas? Un ciudadano medio puede hablar entre una y tres lenguas y reconocer vagamente otras cuatro o cinco. A mí me ponen un chino jurando en bereber y pensaré que se expresa en cantonés. Por mucho que un europeo o americano engreído considere su inglés nativo o foráneo la panacea de todas las lenguas, y pueda expresarse en ruso, francés, alemán o castellano, seguirá habiendo millones de personas a las que nunca les podrá decir “buenos días”. Para coronar nuestro analfabetismo lingüístico, ni siquiera somos expertos en nuestro idioma. Un hablante medio utiliza una media de tres mil vocablos de los más de cien mil que puede tener su código lingüístico. Partiendo de que esta generalización es una barbaridad tremendamente inexacta, somos todos unos zoquetes. Basta con fijarse en el pasapalabra.
¿Y los sabores? ¿Tú sabes la cantidad de gustos que nunca descubrirás? Lo mismo la cucaracha asada es el mejor manjar de la Vía Láctea. Yo, desde luego, nunca lo sabré, pero las gentes que viajan a países exóticos y superan sus barreras culturales se introducen en universos gastronómicos de riquezas y magnitudes inimaginables. Aún recuerdo cuando le di a probar horchata a un amigo inglés. Le supo a cuernos. El caso es que hay tanto por llevarse a la boca que podríamos estar una vida entera sin repetir menú. Suena excesivo, pero, ¿a que no han degustado la yuca, los hagis, el canguro, la mandioca, el tamari, los dedos de mono, la kambucha, las hormigas rojas o el cuy? Tampoco hay que atragantarse de aprensión. Aquí comemos sangre de cerdo y ancas de rana. Si somos lo que comemos, somos muy poca cosa y bastante niquitosa.
Las gentes. Hoy en día tenemos miles de amigos tuentísticos o facebookísticos. Creemos que somos los mejores amigos de un buen puñado de personas maravillosas, que nuestros hijos cantan en el festival del colegio como Madonna y que nuestros colegas son únicos e irrepetibles. No seré yo quién deshaga el hechizo –siempre he creído que la amistad y el cariño se forja en momentos vividos–, pero una cosa es cierta: por cada ser humano que lleguemos a conocer habrá un millón con los que nunca articularemos palabra. La cantidad de personas interesantes e enriquecedoras que nunca nos aportarán nada es abrumadoramente impensable. Casi entran ganas de salir a la calle en plan loco y gritar al mundo “Me llamo Mengano y quiero conoceros a todos, menos a las suegras”. Lo malo es que en el fondo no estamos sinceramente interesados en intimar con casi nadie. Todo eso que nos perdemos.
¿Cuál es su paisaje soñado? ¿Una playa caribeña, una pradera de ligera brisa acariciando trigales, nevadas montañas, frondosos valles, ciudades de neón, horizontes de foresta, desiertas dunas, helados glaciares, mares atardecidos, carreteras sin final? Yo todavía no he encontrado el mío. Y tal vez nunca lo haga. La inmensidad paisajística que nos perdemos cada día que morimos un poco más nos lo pone difícil. Cada lugar tiene una orografía mítica, esculpida por los pueblos próximos y remotos que la han cincelado con sangre y esperanzas. La belleza que vemos es sólo residual, y está altamente manipulada por parámetros de luz, climatología, fauna y flora autóctonas y temperatura. Si no me creen caminen por las calles de Madrid un domingo de madrugada en agosto y lo cotejan con una tarde navideña por las mismas aceras. Así, una playa con focas mejorará la estampa, y un atardecer con nubes nunca será igual al siguiente. Un paisaje es su quietud mezclado con el instante irrepetible, como en un volcán vomitando o unas torres gemelas echando humo. Todas las postales mueren en el momento.
Pero sin duda, la mayor fuente de desconocimiento lo genera la cultura: miles de millones de canciones que nunca escucharemos, de libros de los que nunca oiremos hablar, de películas que nunca desfilarán por nuestras retinas. Vestimentas que nos quedarían como un guante si supiéramos que existen, artículos y revistas que abrirían nuestra retrógrada mentalidad, hábitos que modelarían nuestras costumbres. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir. Al menos, para esta digresión.

jueves, 16 de agosto de 2012

La dieta definitiva

A veces ganan los buenos

Largo llevaba dos meses viviendo en la habitación del hospital de Elfo. De nada servía que Sota de Espadas le hubiera restado los días de las vacaciones, ni que Gordo pero que Manda Más que el Rey le suspendiera de empleo y sueldo las últimas tres semanas. A Día sin Pan se le había asignado un nuevo compañero, Tendencias, pero no había salido a patrullar con él un solo día. Prefería estar con Ojos Almendrados de Elfo, esperando una recuperación milagrosa, un tosido salvador, un envite de actividad. Los médicos no sabían si volvería a oír, toda vez que pudiera salvar el coma profundo que la soporizaba.
Tendencias era un enamorado de la moda. Vestía de Adolfo Domínguez, Armani o Versace. De hecho, su uniforme de policía estaba personalizado con la firma y corte de los grandes modistos. Causaba sensación, aunque no siempre en un sentido positivo. Desgraciadamente, con los nuevos recortes para funcionarios Tendencias ya no podía invertir tanto en su atuendo. No había problema… hasta el día que cogió unos kilos.
Todo esto a Largo le importaba un carajo, pero su compañero se lo repetía cada jornada. Día sin Pan llevaba años soportando los escasos pantalones reglamentarios por encima del tobillo. Si al menos le dejaran llevar botas altas, pero en esos momentos era la menor de sus preocupaciones.
Un día Tendencias llegó con gesto de felicidad extrema. Presumía de haber encontrado el régimen perfecto. Llevaba unas marcas en los labios. Largo dedujo que se había aplicado a la dieta de la piña, la cual, al comerla a mordiscos, rasgaba la boca con la corteza exterior. No le dedicó un pensamiento más. Prefería rezar a Ojos.
Los días pasaban y efectivamente Tendencias estaba reduciendo su figura hasta la demacración. Parecía estar atravesando algún tipo de trastorno alimentario. En estas apareció Sota de Espadas. Cuando Largo esperaba el sermón, la inspectora jefe se limitó a pedirle a Tendencias el teléfono de su dietista. No fue la única. Por la habitación de Ojos Almendrados de Elfo desfilaron los personajes más orondos de la comisaría de Proteger y Servir: Bollitos Martínez con una palmera a medio deglutir, Gordo pero que Manda Más que el Rey, Una Cervecita, Pies Mogolluna y Carapán Consésamo. Incluso Joviola, la feísima doctora desplazada a otra comisaría tras atentar contra los compañeros que no querían tener una relación con ella, se sabía que iba a la misma nutricionista.
Los días pasaban inexorables y Elfo no salía de su coma inducido. La única diversión de Sin Pan era analizar la evolución física de Tendencias. Se estropeaba por momentos. Casi era ya un esqueleto. Los labios estaban morados y llenos de cicatrices y heridas equidistantes, algunas aún supurando. Algo estaba pasando. Cuando apareció Una Cervecita con una visible disminución de su tripa cervecera y los mismos labios torturados, Largo vio la mano oscura de Excel. Todo apestaba a él. Sin duda estaba detrás de las radicales dietas de sus compañeros. Día sin Pan besó la frente de Ojos, mesó sus cabellos con ternura y se dirigió a Proteger y Servir. Si Cuadrícula de Excel había movido ficha podía haber dejado rastro.
Las conversaciones en jefatura no dejaban duda. Todos los agentes presentaban pérdidas abusivas de peso y heridas en los labios. Ninguno quería dar explicaciones. Habían firmado un contrato de confidencialidad con un fuerte recargo en caso de revelación de datos. Sota estaba realmente cadavérica; Tendencias daba mucha impresión; Bollitos Martínez parecía Huesitos; Carapán Consésamo ya sólo tenía el sésamo en el rostro; Gordo pero que Manda Más que el Rey parecía una ballena varada durante siglos; y Pies Mogolluna había perdido de un modo tan desigual que parecía una gelatina gigante. De Jovellana Violácea no se sabía nada. Pero Largo no se limitó a preguntar. Cogió a Bollitos en el baño y le partió la nariz. A la segunda fractura el pobre comepasteles soltó la lengua. Era increíble que Más Largo que un Día sin Pan se comportara así. El impecable agente de los pantalones cortos había cambiado mucho desde el accidente de su novia, Ojos Almendrados de Elfo. Estaba amargado, rudo y seco, sin delicadezas, incluso brutal. Acojonaba de veras verlo así.
Bollitos confesó que Jovellana había desaparecido hacía tres semanas, pero no se consideraba rapto ni nada por el estilo. No había denuncia, pues no tenía familia, y todos los integrantes del régimen sabían bien que ella había escogido la modalidad tres, la llamada severa, mientras ellos se habían decantado por la intensiva o la moderada, mucho menos agresivas. La dieta severa incluía internamiento en la clínica y resultados extremos. Si Sota de Espadas ya estaba al borde de la muerte por inanición con la moderada, no quería ni imaginar qué habría sido de Joviola. Eso sí, Martínez se negó a explicar el método utilizado. Tampoco importaba. Largo tenía un sombrío presentimiento.
Tras conseguir la dirección amablemente, Largo se personó allí. Era un cuchitril oscuro y lóbrego, y una enfermera recepcionista de unos cincuenta años le prohibió entrar a consulta jurándole que el doctor no estaba, al menos hasta que Sin Pan la neutralizó con una llave sapo burlón y la esposó a la pata del mostrador, lejos del teléfono y del interfono.
Entró a saco, sin preguntar, en cada una de las estancias. El quirófano confirmó sus sospechas. Sobre una camilla encontró restos de sangre, hilos de coser de naylon y varias agujas de punción. La dieta consistía en coser la boca a los pacientes y tenerlos así la mayor cantidad posible de horas, sin poder comer y apenas pudiendo beber con pajita. Una auténtica salvajada. Pero faltaba encontrar la sala de internos. Un olor fuerte le ayudó a localizarla. Colgados de las muñecas, apoyando ligeramente los pies encontró dos cadáveres. Uno era Jovellana, en avanzado estado de putrefacción, con gusanos zigzagueando por su carne corrupta y gruesos hilos zurciendo su boca. El otro era un esqueleto con ropa. A sus pies descansaban un puñado de hilos de coser y un aspa verde sobre fondo blanco.
La clínica fue desmantelada y la maruja de la entrada detenida e interrogada. Juró no conocer al doctor, y justificó su participación para pagarse unos carísimos tratamientos de huesos en Francia. No había indicios incriminatorios ni pruebas concluyentes, pero Largo sabía que era Luis Mateo Sanjuanes, Cuadrícula de Excel. Mientras, los agentes en dieta se recuperaban física y psicológicamente del tratamiento que les vendieron con un “no abrirás la boca”. Menos Joviola, claro. Ella y Herpes Zoster, un jubilado austriaco hecho un guiñapo, nunca volvieron a ganar peso.

viernes, 3 de agosto de 2012

Éxodo urbano

Soy un hedonista de la psique bajo los efectos de las sustancias y sus revelaciones oníricas y alucinatorias. Vivo en un mundo que trasciende las convenciones de éste.
Lo dejo. Estoy harto. Me sale mucho más caro, pero me apetece de veras dejar la ciudad e ir a vivir al campo, como hacen todos los seres humanos. No me entiendan mal, la urbe tiene sus ventajas: comercios, cines, supermercados, farmacias, concesionarios, instituciones, colegios, gasolineras… pero una cosa es eso y otra ya quedarse a pernoctar entre sus desiertas calles de asfalto. Por el día son templos bullentes de actividad y burocracia, mas a la noche se tornan en fríos cementerios de hormigón. Cierto que la vivienda es más barata por eso de ser metropolitana, pero lo que de verdad merece la pena es trasladarse al pueblo, lleno de alegría, voces, gente paseando por las cañadas, vacas rumiando y tractores nocturnos. Donde yo vivo la gente ha emigrado al campo, y no quieren saber nada de unos núcleos urbanos llenos de limitaciones. Lo malo que a veces los pueblos se habitan tanto que le acaban transformando en nuevas ciudades, y a los pocos años las abandonan de nuevo. Menos mal que aún quedan burgos y villas de cuatro casas e infinitas posibilidades.