jueves, 26 de abril de 2012

Amor sagrado (4/4)


 Suicidarse cuando un ser del inframundo desea matarte con sus propias manos es lo que tiene, que igual llega el cardenal Magliatti y te socorre cuando no quieres ser salvada. El malvado y demoníaco padre espiritual sacó a Livia del agua y la llevó a la Plaza de El Pilar. No llevaba arneses, ni cuerdas. Tan sólo levitaba sobre el cierzo reinante. La joven no podía creerlo, pero el duro contacto del granito del suelo le devolvió parte de su inconsciencia. La gente hizo un corro a su alrededor, y empezaron a aplaudir lo que consideraron una magnífica puesta en escena del Circo del Sol o algo parecido. Livia pidió ayuda, pero la gente reía la broma.
Magliatti levantó el brazo izquierdo y un negro nubarrón se formó de repente sobre la joven. Antes de que los presentes pudieran abrir sus paraguas, un robusto rayo brotó del cielo y se estrelló contra Livia. Una cantidad exagerada de humo auguró un impacto tremendo, pero cuando todos empezaban a comprender que no era un espectáculo y esperaban ver un esqueleto carbonizado, de entre la humareda surgieron tres personas: Livia, Giuseppe abrazándola, y un anciano vestido con caros ropajes de Sumo Pontífice. Ante los presentes en la interminable Plaza del Pilar, Joseph Aloisius Ratzinger, Benedicto XVI, sostenía una burbuja imaginaria de fuerza que evitaba la electrocución a manos del gigantesco rayo. La gente empezó a huir despavorida. Magliatti apuntó al suelo y se abrió el piso. Una brecha tremenda separó a ambos contendientes. Del subsuelo empezaron a surgir horrendos seres demoníacos que se abalanzaban sobre Ratzinger. Benedicto XVI los repelía con movimientos apocalípticos y poderosos rayos brotando de sus falanges. Luego alzó las manos al firmamento y un ejército de criaturas celestiales bajaron a respaldar a su líder espiritual. Magliatti continuó su show de destrucción lanzando rayos a todos los objetos de la plaza, animándolos. Farolas de 30 metros, maceteros, banderas y bizis atacaban a Ratzinger. La estatua de San Valero y la de Goya cobraron vida y respaldaron a los buenos. Hasta el caballito de La Lonja ayudó a las fuerzas de Benedicto.
Pero los malos eran superiores en poder y en número. Incluso el mismo Santo Padre parecía perder terreno frente al maléfico cardenal, cuyas facciones se habían tornado absolutamente diabólicas. Mientras tanto, Livia y Giuseppe peleaban con un par de cirios encendidos como si fueran sables láser contra dragones, demonios de membranas cruzadas y espíritus desahuciados. Entonces Magliatti y Ratzinger se pusieron a hablar latín. Livia no entendía casi nada, pero Giuseppe le explicó las palabras de ambos. Al parecer, la razón de que el cardenal estuviera venciendo al Pontífice era que la cantidad de ateos y agnósticos en la proximidad era muy superior al número de creyentes, cosa que ocurría en casi cualquier parte del mundo con honrosas excepciones como el mismo Vaticano, Lourdes, Fátima, Jerusalén o Dublín. Ni siquiera la proximidad del Pilar, que por cierto, se estaba cayendo a trozos, conseguía nivelar la balanza. San Valero acababa de sucumbir ante una horda de palomas asesinas y criaturas del averno, y Goya hacía rato que agonizaba bajo la torre este del Pilar, que Magliatti le había tirado encima. La cosa pintaba muy mal. 
Benedicto XVI estaba ya de rodillas y apenas podía aguantar los envites de su adversario. Livia estaba absolutamente rodeada de parquímetros asesinos y Giuseppe se debatía entre trasgos y monstruos menores sin posibilidad de éxito. 
Entonces apareció Bambino, el hermano de Giuseppe. Estaba vivo. Tras él, la Guardia Suiza al completo se lanzó en pos de la batalla. Por el otro flanco, Jordi Solans el crucificado blandía un rosario como si fuera una cadena y fustigaba diablos con agresividad redentora. A su espalda, un gigantesco séquito de monjas lanzaba crucifijos a los malos como si fueran estrellas ninja. Poco a poco fueron ganando terreno hasta alcanzar al núcleo principal, pero la maniobra, pasada la sorpresa inicial y el pequeño respiro que supuso, resultó ser insuficiente. Las fuerzas de Magliatti seguían siendo superiores. Del interior de la ruinosa basílica surgieron los padres de Livia volteando sendos botafumeiros y sembrando el caos entre los diablos colindantes. La joven arrastraba sentimientos encontrados. La felicidad de ver a sus seres queridos de nuevo vivos contrastaba con la sensación de que iba a perderlos otra vez en pocos minutos.
El Pilar estaba prácticamente derruido y la cantidad de soldados y monjas que seguía en pie era ridícula. A Ratzinger le quedaba un suspiro de fuerza y Jordi ya había empezado a escupir sangre. El fin se acercaba. Antes de desmayarse, Benedicto XVI le dijo a Giuseppe que resucitar a sus familiares le había costado demasiada energía, y que había calculado mal el poder de Magliatti. Esperaba poder vencerlo lejos del Vaticano donde las fuerzas del mal eran tan poderosas como las del bien, pero a orillas del Ebro no había encontrado la ventaja espiritual que esperaba. Se disculpó de nuevo y desfalleció. 
La lucha se detuvo. No tenía sentido continuar sin el Santo Padre. Habían perdido. Magliatti anunció en un perfecto latín la ejecución de Ratzinger. Arrancó de cuajo la última torre del Pilar que quedaba en pie y se dispuso a precipitarla sobre el Sumo Pontífice como hiciera minutos antes con la estatua de Goya. Pero la pesada estructura no llegó a rozar al Papa. Un aura celeste y amarillo vainilla impregnó la plaza. Un par de pesadas llaves de oro golpearon a Magliatti ¡zas! en toda la boca. De una nube cercana bajaron dos personajes de otro mundo. Uno de ellos era un venerable anciano con la mitra y el báculo papal. Era Karol Józef Wojtyła, Juan Pablo II. El otro ser desprendía un aura todavía más poderosa, aunque a la vez más pacífica. Era una mujer de gran belleza. Su rostro denotaba una armonía nunca vista en ninguna otra faz de la Tierra. Rezumaba bondad y amor, y albergaba entre sus brazos a un pequeño bebé de pocos meses con la sonrisa más hermosa jamás dibujada. La Virgen del Pilar volvía en carne inmortal a Zaragoza.
El difunto Papa descendió grácilmente hasta llegar a Ratzinger y socorrerle. La Virgen, por el contrario, no levitaba. Se mantenía erguida sobre una gruesa columna que nacía del granítico suelo de la plaza. Poco a poco la columna se iba hundiendo en el piso haciendo que María descendiera hasta llegar a ras de la superficie. Y allí, flanqueada por Ratzinger y Wojtyla, comenzó a proyectar rayos de color blanco en todas las direcciones. Los que refractaban sobre los Papas adquirían tonos amarillos y azules. Los que impactaban en los objetos maléficos los volvían inertes. Los que colisionaban con los demonios y demás criaturas del inframundo los derretía como si fueran helados al sol de julio. El niño Jesús emitió un único rayo, que lentamente llegó hasta la frente del cardenal Magliatti, a estas alturas ya irreconocible por sus facciones malignas. Su figura comenzó a pixelarse hasta convertirse en unos gruesos cuadrados de color granate. Entonces cada pixel se separó de los otros como si fueran trozos de papel burdeos. El cierzo rugiente se los llevó esparciéndolos por toda la ciudad. El Pilar llevaba minutos alzándose de nuevo, piedra a piedra, y sólo quedaba la cúpula central por reconstruir, a lo que por cierto San Valero estaba ayudando llevando piedras y tejas. Goya mientras tanto pintaba los techos del interior con una velocidad sobrehumana. El suelo se cerró y no quedó rastró de bichos, espíritus o demonios. La gente volvió a la plaza a aplaudir el espectacular despliegue de medios del Circo del Sol. La Virgen se petrificó. San Valero la llevó a su capilla y después se subió a su pedestal frente al ayuntamiento. Wojtyla ascendió a los cielos con una sonrisa eterna. Y Ratzinger, Bambino, las monjas y los alabarderos de la Guardia Suiza flotaban sobre un aura pontificia que les llevaba a Roma. No dejaron de saludar mientras se marchaban. En tierra firme, Giuseppe y Livia y sus seres queridos los despedían con cariño. Habían ganado los buenos.
Giuseppe y Livia decidieron casarse por la iglesia. Se marcharon a vivir a Massachussets, a la ciudad de Salem. Allí tuvieron a su única hija, a la que pusieron de nombre Perla. Agudizaron su fervor religioso volviéndose trascendentalistas, y vivieron felices y plenos en comunión con la naturaleza y la divinidad que emanaba de ella.

1 comentario:

  1. Una narración Pulp y a la que noto cierta mala leche que me encanta. Y plena de acción, movimiento, vida, un apocalipsis con rayos láser en la iconografía tradicional. Estupendo :)

    ¡Un abrazo!

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