miércoles, 21 de diciembre de 2011

Cuento de Nochebuena (3/7)

Eran casi las doce cuando el abuelo se metió en su cama. Tenía una cita con “Jane Eyre” y su teoría de que la película no hacía justicia a la novela de Charlotte Brontë. No leyó mucho rato. El sopor caía pesadamente sobre sus párpados como cables de plomo. Apagó la luz y la consciencia simultáneamente. A Dennis le parecieron horas de reparador descanso, pero unos minutos después percibió que el nivel de luminiscencia se multiplicaba exponencialmente en su habitación. Al principio creyó que la pesada de su hija había equivocado su cumpleaños y se había montado un funesto tinglado de fiesta sorpresa invadiendo su intimidad con una horterísima tarta apuñalada en bengalas, y que acompañaba tan desacertado ritual con toda la prole al completo: el respectivo y las tres fieras corruptas. Pero no. El asombrado vejete hubiera respirado tranquilo de no tener a su odiosa familia intentando caer bien a estas alturas del partido si un profundo temor no le hubiera agarrado la nuez con gélida firmeza. Ante él se erigía una figura reluciente como adorno navideño. Un niño afroamericano de unos nueve años de edad flotaba a escasos metros de su cama. Sus ojos eran grandes y expresivos; su sonrisa, traviesa y arrebatadora; su pelo rizado y negro recubría su cabeza en un escorzo redondeado y sesentero. Vestía un esmoquin con pajarita y unos dientes tan blancos que competían con su aura en méritos luminiscentes. Era Michael Jackson con ocho años.
Dennis hubiera jurado que se trataba del malogrado cantante de no ser por tres o cuatro detalles sin importancia: había muerto hacía un año; de seguir vivo debería tener unos 50; no podría flotar ingrávido a un metro del suelo; y sobre todo, su cuerpo no irradiaría ese brillo traslúcido a medio camino entre la transparencia y la luz. Realmente parecía una bombilla suspendida de ninguna parte. El pobre abuelo hubiera ralentizado su asombro por unos minutos más, pero la voz del espíritu lo sacó del trance en que se hallaba atrapado.

–Dennis –dijo el niño,– he venido a buscarte.
–No, por favor –replicó el anciano–. Soy muy joven para morir. Y no he pagado el piso este mes –si albergaba alguna duda de la naturaleza esotérica de su invitado, el acento vallisoletano perfecto y la lengua castellana en la que se expresaba lo sacó de su indecisión para siempre.
–Dennis, no eres bueno. Te has vuelto huraño y seco.
–No, por favor –gimió el viejo lleno de temor a una desintegración masiva de sus átomos–. Dame otra oportunidad y seré bueno. Querré a mis nietos. No le contestaré a mi hija, y me iré con mi yerno a jugar al fútbol sana.
–Es fútbol sala –replicó el fantasma con mesura–. No, Dennis Crespo Martins, tu pecado es mucho mayor que eso, y es hora de que te arrepientas de tus faltas.
–No, por favor, no volveré a jurar frente a Jorge Javier Vázquez –adelantó el asustado anfitrión preso del pánico existencial.
–Ya basta –cortó el espíritu con su blanca y cálida sonrisa–. Ven.

Poco hubiera importado que Dennis se resistiera o no. El aura que rodeaba al niño Michael Jackson lo embriagó hasta que sus huesos flotaron en la misma atmósfera. El anciano tuvo que sujetarse el camisón para evitar que la ingravidez descubriera sus partes pudendas. La ventana estaba cerrada pero se abrió suavemente ante la proximidad de ambos entes flotantes. Una vez en el exterior, el aura dorada de estrellas basculantes se aceleró hasta que al pobre viejo se le salieron las tripas por la boca. Al llegar al piso la nube frenó en seco, librando al abuelo de rendir cuentas al segador en tan aciagas fechas.
Dennis Crespo esperaba encontrar vacías calles y plazas. Sin embargo, un tropel de niños animaba cada rincón del barrio. Los había casi bebés, caminando torpemente entre los adoquines de piedra descuajeringados, y también adolescentes coquetos intentando impresionar a las chicas del banco de al lado. Muchos niños de diez u once años perseguían un balón que parecía tener vida propia y muchas ganas de esquivar una lluvia de patadas intencionadas. Los de ocho o siete correteaban con patines y bicis. Los había chinos movidos, ecuatorianos tranquilos, gitanos guapísimos, rumanos espabilados, negritos atléticos, moros traviesos, portugueses tristones…todo el lugar era una ONU en miniatura o un anuncio de United Colours of Benetton.
Sin embargo, lo que más desconcertó al señor es que no vio por ningún sitio adulto alguno. Los chicos estaban solos, incluso los más pequeños. Seguro que pronto empezaban a pegarse, o a proyectar una lluvia de japos. Esa última posibilidad parecía tan factible como apetitosa. Dennis se acomodó en su burbuja estrellada deseando contemplar la chispa que iniciara el inevitable conflicto. Al fin y al cabo, su fracaso suponía la victoria de la supervisión de los mayores, la necesidad de normas y disciplina frente a tanta algarabía y desorganización.
Pero los minutos corrían y la risa no se hacía llanto. El conflicto no venía, el caos no era caótico, y tan insignificantes resultaban las escasas amarguras que parecían dulces. Pronto el anciano hubo de cambiar censura premonitoria por sorpresa positiva: los niños eran capaces de convivir, jugar, correr, reír, compartir, ayudar y sentir. No necesitaban a sus padres para seguir un patrón de comportamiento, se mostraban autónomos y valientes. A Dennis le costaba aceptar tanta mesura en seres tan inmaduros, pero acabó por echarle la culpa al fantasma. “Bah”, dijo, “seguro que estos niños están trucados por el crío ese de color”.
Pero la noche se consumía y Dennis a cada minuto se maravillaba más de lo que veía. No mucho después el abuelo había bajado de la nube y se revolcaba por la nieve cual croqueta en una sartén de granizado. Los más pequeños se revolvían con él en la blancura con un coro de risas desatadas. Después vinieron los columpios, la pelota, los polis y cacos, el patín de Eric, la bici de Sandra, la comba de Snrhine y los soldaditos de Samba. Michael Jackson le conminó a volver a casa:
–Es tarde –insinuó Michael.
–No, por favor, un poco más –respondió Dennis.

De repente se quedó paralizado. Se echó las manos a la garganta y volvió a hablar. Su voz era pueril, aniñada, como de seis años. Se miró las manos. Eran diminutas y suaves. Su ropa tampoco era el camisón que llevaba antes. En su lugar un abrigo naranja y azul le protegía del frío, y unas botas de esquiador rojas y blancas guiaban sus impredecibles pasos. El pantalón también era de nieve, pero esta vez amarillo. Todo era chillón y de dudoso gusto, pero a Dennis le pareció precioso. Corrió apresurado hasta el maletín de la Sta. Peppis de Adina, le pidió el espejo con una mueca arrebatadora y encontró su verdadero yo al fondo del mar que contenía el cristal. Sus ojeras no estaban. Sus labios eran finos y sonrosaditos. La piel, otrora áspera y oscura, mostraba una tonalidad luminosa y llena de vida. Sus dientes seguían siendo escasos, pero blancos y relucientes en lugar de amarillentos y gastados. Sus ojos encerraban un universo de inocencia e ilusión. Aquel niño de cuatro o cinco años no podía ser él.
Dennis se sintió flotar. Los niños, sus amigos, parecían caerse al vacío con la tierra misma. El mundo parecía desplomarse en caída libre. Sin embargo, no era el barrio lo que se movía. Era él el que ascendía en un aura brillante de estrellas doradas. Rompió a llorar, sin saber si era la tristeza o el hambre lo que producía semejante reacción. Ya no sabía hablar. Movía las manos torpemente y chillaba para que Michael Jackson le hiciera caso. Era un bebé de pocos meses cuando el cantante lo dejó en su cama.

1 comentario:

  1. Joder, Dennis, la que se te viene encima. Michel Jackson dando el coñazo y convirtiéndote en niño, quien sabe para que...esto empieza a ser terrorífico...xD

    Un saludo :)

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