martes, 30 de agosto de 2011

Programas eternos

Soy un hedonista de la psique bajo los efectos de las sustancias y sus revelaciones oníricas y alucinatorias. Vivo en un mundo que trasciende las convenciones de éste.

El otro día casi me muero de tedio. Estaba viendo unos preciosos comerciales sobre coches eléctricos, detergente anticaspa y yogures sin cuajo cuando empezaron a taladrarme con sempiternos episodios de todo tipo: que si el Águila Roja, que si el Doctor Mateo, Aída por aquí, Los Tudor por allá. Lo menos estaban diez minutos dando la chapa. Y yo que quería ver mis anuncios en paz, ¡me tuve que tragar toda aquella bazofia!
Yo comprendo que las televisiones necesitan los dineros de los actores para vivir y por eso publican sus mierdas, pero es que los espectadores ponemos la tele para ver publicidad, no para indigestarnos de adolescentes gafotas volando en escoba o anafrodisiacos partidos de balompié. Queremos anuncios, no monsergas. El que quiera aburrirse hasta el hara-kiri, que se ponga un DVD. Luego dirán que hay que fomentar el consumo.

martes, 23 de agosto de 2011

Los amigos no traicionan

¿Alguna vez te ha fallado aquel que juró con sangre defenderte a muerte, ese con el que hacías eses cuando miccionabais en cualquier garaje de madrugada, el que nunca le entraba a la chica que te gustaba, aquel que prometió a la luz de las cervezas que jamás te iba a traicionar?
A mí no. Nunca he hecho dibujitos meando, o al menos me faltaban diez años para poder beber cerveza.
La amistad está idealizada. Se crean vínculos que parecen eternos y que inescrutablemente nos llevarán por iguales derroteros, por los mismos y dantescos infiernos, por similares valhalas y paraísos. Sin embargo, en cuanto los caminos se divorcian un centímetro el sentimiento noble y genuino se tambalea, se resquebraja y a veces hasta se hace añicos.
Cuando una amistad se rompe tendemos a hablar de traición, de pecado imperdonable y de inmensa decepción. Parecemos poco dispuestos a admitir que los apegos duran lo que duran, y que cuando los intereses paralelos se hacen convergentes acaban por cruzarse. Después de eso sólo queda la divergencia, el alejamiento y una falta de afinidad que hace la relación virtualmente imposible. Los amigos no nos traicionan. Simplemente, en un momento dado, sus objetivos y los nuestros dejan de parecerse.
Nadie se hace cercano a otra persona pensando: “Me voy a hacer tu amigo, te voy a usar y luego te dejaré tirado como una colilla.” Las cosas pasan porque pasan y de la misma manera dejan de ocurrir. No hay que darle más vueltas, por mucho que duela al que se queda y por mucha culpa que queramos endosarle al que se va. ¿Fallar? Todos fallamos a todos, pero no tenemos esa percepción. Más bien pensamos que ya no queremos participar en esa o aquella fiesta.
Pero los cambios son traumáticos, especialmente para el que no lo decide. Cuando dos personas dejan de llamarse pueden hacerlo por discrepancia, pereza o aburrimiento, pero normalmente uno es el que causa el cambio por acción u omisión, y el otro el que debe acostumbrarse al nuevo statu quo. Ese sentimiento de abandono, de tristeza por tener que asumir un final que no deseábamos es lo que provoca la sensación de traición, porque sentimos que el otro ha reventado una situación idílica. Y sin embargo, ni la situación era estupenda ni hubiera durado eternamente. Si no la hubiera desmontado el malo habríamos sido nosotros los encargados de desmantelarla un poco más adelante.
Ante un afecto que muere de sopetón o agonizando, lo mejor es asumirlo y encajarlo sin resquemores, y recordar los buenos momentos que trajo aquella historia. De otro modo sólo nos quedará rencor y sensación de acupuntura severa en todas las vértebras cervicales. Y antes de recordar todas las puñaladas traperas que nos han dado por la espalda, sería bueno recordar cuántas hemos hincado nosotros y si teníamos más saña que el otro. La traición no existe, sólo las amistades agotadas y la incapacidad de asumirlo. Y es que ser amigos cuando te llevan en Audi y los semáforos están en verde es sencillísimo. Lo difícil es quedarse en un seiscientos esperando el paso a nivel y con los chistes de Arévalo en el cassette.

viernes, 19 de agosto de 2011

Lambrusco estuvo aquí

El arte no puede ser copiado; al menos gratis.

Qué feo era el naranja butano del uniforme de recluso de la cárcel de Alcalá-Meco. Y cuántos infractores habían plasmado sus plagios sobre las paredes de excusados y celdas impunemente. A Patricio le entraban ganas de sacar la libreta y comenzar a repartir justicia artística, pero tan pronto como se echaba la mano al bolsillo recordaba que las camisas reglamentarias no lo tenían, que ya no tenía autoridad para multar y que no podría ver la serie limitada de “Caracoles homosexuales” en las tardes de verano. Quería llorar pero era políticamente incorrecto. Que su compañero fuera un payaso integral, bromista y con verborrea crónica tampoco ayudaba. En tales circunstancias esperaba ansioso noticias de su abogada de oficio, Vanessa Nas. Era una mujer joven, hermosa, sagaz y brillante, aunque a Patricio sólo le importaban las dos últimas cualidades. Mientras aguardaba su juicio, intentaba no perder la cordura en su convivencia con Lambrusco, el preso gracioso. Sin embargo, la tercera noche pasó algo.

- ¿Qué haces, Molusco?
- Quiero morirme, Patricio. Y me llamo Lambrusco.
- Si es una broma no es apropiada.
- ¡Buagggggggggggghhhhhhhhhh!
- Pero, ¿estás idiota? Baja de esa soga. No puedes hacerlo.
- ¿Por qué me has privado de ahorcarme, tío? ¿Tanto te importo?
- Es que no te puedes suicidar así. Ese nudo es propiedad de “Cadena perpetua”. Lo inventó Morgan Freeman. Debes pagar un canon.
- Pero, ¿tú eres imbécil o qué? ¿Estoy a punto de matarme porque soy bipolar, no tengo vino y la vida es una mierda y me vienes con el canon de los cojones? ¡Que estás aquí encerrado por culpa de ese impuesto, y encima sabes que no llevo dinero!
- Lo siento, Pedrusco. Son 45 euros.
- Toma, una china, dos limas y ocho cigarrillos. No tengo más.
- No importa. Ya pondré yo lo que falta hasta los 70 euros.
- Habías dicho 45, estafador.
- Es que los cigarros son falsificados. Ya sabes, plagio.
- Joder, Márquez, no descansas. Ojalá se me pase pronto el ramalazo suicida y vuelva a ser feliz como siempre.
- Bueno, así no se está mal.
- Lo que daría por un rosado italiano gasificado.
- Y yo por “Jirafas jíbaro”, Lamberto.
- Es Lambrusco, como el vino.

lunes, 8 de agosto de 2011

Conozco a George Clooney

Bueno, de hecho somos íntimos. De mochuelos yo le quitaba las mozas porque él era un poco redondito y muy inseguro. También he estado en la luna, y le gané un uno contra uno a Leo Messi. ¿Barack Obama? Era el tontako de mi escuela. Allí, por cierto, las niñas se me rifaban y apenas llegaba de una pieza a casa, donde me esperaba Bono de U2 para pedirme consejo.
Como podrán adivinar nada de lo anterior es cierto. Bueno, sí he estado en la luna, pero metafóricamente, nunca de facto. Ay, la mentira, esa gran compañera de individuos inseguros o enfermos, que la necesitan para revestir sus trivialidades y darle un poco de importancia al discurso.
Yo comprendo a los que mienten por algo. No estoy de acuerdo, pero tienen una finalidad más o menos práctica. Si uno es un asesino en serie y no persigue el reconocimiento mediático sino librarse de los 3456 años de prisión de los que sólo cumplirá 12, pues jurará y perjurará que él no fue, que era su gemelo maligno o que oía voces. De igual manera, el tramposo prometerá que no llevaba un as en la manga, o una chuleta en el examen, o que el fraude fiscal era un error de cálculo. Todos hemos mentido para salvar el culo, para parecer más majos de lo que somos o para enterrar una afición oculta. Puedes alegrarte más de la cuenta de ver a alguien, sonreír cuando la conversación no te interesa un carajo o fingir no que le has visto. La mentira es parte de nuestras vidas y además es necesaria. Incluye, además, un anexo de la educación y la cortesía, pero eso es otra guerra que no libraré hoy.
Hoy tocan los que inventan historias para parecer interesantes, para disfrazar un error o por compulsividad mórbida. Los hay que son grandes narradores. Disfrutan contando y que les escuchen con la boca abierta. Hasta aquí todo correcto. A todos nos gusta el papel de abuelo Cebolleta. El problema es cuando empiezan a adornar el relato, exagerando los enemigos, dramatizando los datos, oscureciendo los hechos, ensalzando sus aventuras, y acaban salvando el mundo ellos solos. Y tú hace tiempo que sabes que no es cierto lo que te están vendiendo, pero el otro está tan metido es su película que no puedes cortarle y decir que no te crees la historia, que es un peliculero y que jamás estuvo en el desembarco de Normandía. O sí puedes, pero tirando su credibilidad por el suelo públicamente. La mayoría optamos por callar y asumir que si el otro no quiere desenmascararse no lo haremos nosotros. Para qué discutir. No es funcional.
Luego están los que hablan de todo y no saben de nada. En cuanto les saques del primer error de bulto argumentarán miles de datos objetivos que tú habías obviado y que convierten su mentira en imprecisión tuya o ignorancia ajena, y acaban montándose una película de vicio por no admitir desde el principio que se han colado. Recuerdo, por ejemplo, un amigo al que corregí diciendo que U2 no tenía ninguna canción llamada The Joshua Tree, que ése era el título del disco, pero él dio un paso atrás y se inventó una historia imposible de un single que no entró en el disco y bla, bla, bla y qué sé yo, pues dejé de rebatirle y todo me pareció estupendo veinte segundos después. El mismo amigo confundió a un escritor con un proveedor de alimentos de mismo apellido, y en lugar de admitir una confusión de nombres me contó una historia imposible de que eran familiares y toda la pesca. Surrealismo puro.
Otro tipo, éste del trabajo, mentía como enfermedad. Su película: era piloto de rallies y agujereaba la chapa del coche para que pesara menos. Los compañeros, rudos y poco dados a las tontadas, lo mandaron a la mierda a los dos días.
Y recuerdo a otro pavo que cuando contabas una historia curiosa, aunque veraz, el te narraba una más gorda. Lo único malo es que yo había estado en el lugar de la anécdota y todo aquello no había pasado. No es buen negocio inventar conmigo, tengo demasiada memoria. Así metió a cinco en un coche en el que íbamos tres, le acosaron chicas que no existían, e hizo cosas que nunca ocurrieron. Y todo por asombrarnos y hacernos abrir la boca de sorpresa. Fue un poco decepcionante.
No deja de ser contradictorio. Cuando he contado una experiencia curiosa, sorprendente o imposible, siempre me ha dado miedo que no me creyeran, que pensaran que me la inventaba para alardear. Quizá por eso suelo contar batallas en las que he perdido y no aquellas en la que he resultado vencedor. Por eso y porque tengo más fracasos que éxitos. No consigo comprender a los que usan la mentira para engordarse el ego, parecer más de lo que son o desacreditar la audacia ajena. Que no pasa nada porque a tu vecino le haya devorado una tigresa más felina, o que su hostia sea más gorda que la tuya, o que el día que casi lo matan estuviera más cerca de la muerte que tú. Que no se puede ser el alma de todas las fiestas, ni el aventurero de todas las películas. Que hay que saber ser protagonista de nuestra vida y comparsa en la de los demás. Que el centro del universo hace tiempo que no está en mi ombligo. Y por mucho que te subas la camiseta, el sol tampoco brilla entre las pelusas del tuyo.

sábado, 6 de agosto de 2011

Agenda muy apretada

A veces ganan los buenos.

Todavía resoplaba Día sin Pan tras la trifulca con Excel cuando Ojos almendrados de Elfo sacó del bolsillo la agenda del policía metódico y normativo. La hermosísima policía la había sustraído disimuladamente cuando se aproximó a ambos y se llevó a Largo. Al principio el poli larguirucho no estaba de acuerdo con la apropiación, pero los datos que desvelaba suponían muchos pasos de ventaja sobre el oscuro archienemigo.
Apenas tenían tiempo para revisarla, y decidieron fotocopiarla en el chino de la esquina. No es que tuvieran predilección por las papelerías asiáticas, pero los ojos rasgados eran los únicos que fotocopiaban sin preguntar, lo cual era un delito que Ojos y Largo debían obviar. Su ingenuidad hacía tiempo que se había mancillado ante el empuje abusivo de los resultados. Si querían detener a Excel debían jugar sucio, duro y bajuno, porque por las buenas les daba mil vueltas.
38 minutos después las fotocopias estaban hechas. Faltaba devolver el cuerpo del delito y hacerlo de manera disimulada y convincente. Seguramente Cuadrícula de Excel ya la habría echado en falta. Necesitaban un mensajero que no levantase sospechas, alguien tan obtuso que el policía pulcro y legalista no lo considerara una amenaza. Necesitaban a Pies Mogolluna.
Pierre Dastardly era un poli orondo, mezquino y simple. Su volumen excesivo y sus pies desproporcionados, así como su empeño en aprender bailes de salón le habían llevado al sobrenombre de Pies Mogolluna. Estaba ostentosamente enamorado de Elfo, y pensaba que su fino bigote daliliano y sus gráciles movimientos rítmicos harían a la dulce muchacha caer rendida a sus prominentes zapatos.
Elfo lo llamó al móvil. No tardó ni cinco minutos. Accedió a devolver la agenda sin preguntas a cambio de una cita para el sábado con la rubia más dulce de la comisaría. A Excel le dijo que había encontrado la libreta en el suelo y que llevaba media mañana buscando a su dueño. Mogolluna era tan necio que Luis Mateo sanjuanes no sospechó.
Mientras tanto, Ojos y Día analizaban las fotocopias: sólo había información sobre citas futuras, teléfonos y direcciones. Todo lo referente al pasado impepinable había sido arrancado. No tenían pruebas ni indicios que vincularan a Excel con el caso de Guapo con Ganas, con los tigretones caníbales o con el caso de los almacenes RYC.
Sin embargo, Largo encontró un listado de catorce nombres con sus teléfonos. Al principio no los relacionó con nada, pero llamó al primero de la lista con el móvil protegido. Se trataba de un futbolista de primera división. Los demás también lo eran. Eran trece jugadores de poco renombre y de distintos equipos. Había otro personaje, un tal Roger Fwarsh, que no era jugador. Decidieron investigar por ahí.