domingo, 25 de julio de 2010

Fábula de gusanos

- ¿Me quieres, gusano?
- Te quiero, gusana.
- ¿Como sé que no me mientes?
- No puedo demostrártelo.
- No quieres.
- No puedo. Tan sólo puedo quererte.
- Quiero volar, como Azor.
- No puedes volar. No tienes alas.
- Azor sabe volar. Tú no puedes hacer que vuele.
- No puedes volar. Tu tienes patas, como yo.
- Azor me quiere más, pues me prometió que me llevaría en volandas, y que, gallardamente, me comería a besos.
- Lo que quiere Azor es tragarte, gusana. Es un fanfarrón, chulapo y perverso.
- ¡Basta, gusano! Tienes envidia, tienes celos de Azor.
- No es cierto gusana, sólo que…
- Sólo que ¿qué?
- Que te quiero tanto que si eres feliz con otro me sentiré lleno de dicha.
- Bien. Pues que lo sepas. Me voy a volar con Azor.
- No, con Azor no. Te comerá.
- No me comerá.
- Te zampará como una manzana con gusano pero sin manzana. Es malo.
- Es provocador. Me encanta. Tú en cambio eres un soso, Sólo sabes tropezarte con tus propios pies.
- Es que tengo muchos, gusana.
- Ya lo sé: cincuenta como todos.
- Tus pies en cambio son preciosos, gusana.
- No me hables. Se me ha roto una media.
- ¿Cuál?
- La del pie 23 izquierda, ¡Queda horrible!
- No se nota, gusana. Y si alguien lo ve, se enamorará de tu piel verdosa de charca.
- No me hables. No me escuches. No me sigas. Por ahí viene Azor planeando al viento y no quiero que me dejes mal. Estate calladito, o mejor, desaparece.
- Pe... pe, pero, gusana, yo tú.
- Graaacias. Adiós gusano. Corre vete, vete. Adiós, ¡adiós! ¡Qué plasta, oggh! Hola, Azor.
- Hola gusana. ¿qué tal?
- Bien, ¿y tú Azor? ¿Nos vamos por ahí? ¿Me pongo ropa de noche?
- Tú sabrás a donde vas. Yo voy a la ratonera.
- ¿A la ratonera? Pe... pero ahí trabaja Ratona. Ay, dios, Azor, ¿qué te pasa?
- Suéltame. Me arrugas las plumas de los Domingos, Eres una patosa. Gracias por estropearme el plumaje.
- Ay, perdona, Azor. No te enfades. Llévame contigo. Iremos a la fruta prohibida.
- Ja, ja, ja. ¡Estarás de broma! Ese bar es de gusanos.
- ¡Qué cosas dices! Azor, me das miedo.
- Me voy. Estoy malgastando mi tiempo. Ratona me espera.
- Espera Azor, espera, por favor. Azor, Az... sniff, sniff, ¡buah! ¡buah!
- ¡No llores, gusana!
- ¡No me toques, gusano inmundo! Eres un engreído. ¿Crees que porque se haya ido lo he perdido? ¡Patoso idiota! Es mío. Me quiere. Algún día vendrá por mi y yo lo estaré
esperando. ¿Me oyes? ¡Esperando!
- Claro que vendrá a por ti. Cuando se coma a Ratona vendrá a por ti y te hará lo mismo: Se te comerá. Él no te quiere, gusana.
- Si me quiere. Vendrá, ¿lo oyes? Vendrá y tú te pudrirás. No vuelvas a hablarme. Me das pena. Eres patético, hablando de amistad y cursiladas. No tienes categoría para hablar conmigo.
- ¿Y Azor la tiene?
- Sí, Azor la tiene. Es bello y surca el cielo con majestuosidad. Sus alas se recortan al Viento. Todos le admiran.
- Pero tú no eres todos. Ni yo. Yo, gusana, yo puedo darte…
- ¿Qué puedes darme tú, gusano torpón? Sorpréndeme, pobrecillo.
- Mi amor.
- Ja, ja, ja. Tu amor. ¿Para que quiero yo un gusano de cincuenta patas? Piérdete pobre bicho. No te ofendas, pero aspiro a algo más. Adiós, majo, que te vaya bien en tu agujero. ¡Adiós!
- Gusana está cegada. Puede que no me quiera, o puede que no. No me importa. Sólo quiero su felicidad y mi instinto me dice que ese Azor es peligroso. Desde ahora, aunque gusana no quiera, seré su reflejo en el agua, su sombra en el bosque, su rumor
en la hojarasca, su aleteo en las verdes ramas Protegeré su vida con una afán insondable y una sutileza zorril. Nada malo debe pasarle. Nada.

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- ¡Hola, mariquita!
- Hola, gusana. ¿Qué tal?
- Yo bien, pero tú parece que vienes de entierro. ¿Qué te pasa?
- ¿Sabes que han cerrado la ratonera?
- Sí, lo he oído. ¿Sabes la causa?
- Sí. Ratona ha desaparecido sin dejar rastro. La última vez que se le vio se iba con Azor a tomar una copa.
- ¿Y qué dice Azor?
- Dice que la dejó en casa de Topy y se fue. Pero Topy dice que ayer Ratona ni vino ni durmió en la Topera.
- Entonces, o Topy o Azor mienten, ¿no Mariquita?
- Hombre, gusana, tú sabes que Azor es un caballero. Está claro que Topy ha mentido, quizá porque se lo pidió Ratona, no lo sé.
- Bueno, Azor y yo hemos quedado este ocaso. Por tanto me dirá algo. Seguro que Ratona se enloqueció de celos cuando mi Azor le dijo que hoy habíamos quedado. Me voy, Mariquita. Adiós.
- Adiós gusana. Jo, que envidia me da. Viernes en el ocaso, con Azor. Las hay con suerte.
- ¡Mariquita!
- ¡Gusano! ¿Qué te pasa? Vienes desencajado.
- Han encontrado los bigotes y los huesos de Ratona. Ha sido devorada.
- Cielos, que horror, gusano. ¿Se sabe quién ha sido?
- Sospechan de tejón y comadreja, pero yo creo que ha sido Azor.
- No digas tonterías, gusano. Todo el mundo sabe que es un
señor.
- Ya, ya, es un dandy. ¿Dónde está gusana?
- Precisamente se ha ido con Azor a volar.
- ¿Quée? ¿Con Azor? ¡Dios mío!
- Gusano, ¿dónde vas? ¡Vuelve! ¡Que alguien me explique algo, por favor! Parezco la criada que lo dice todo y nunca se entera de nada. ¡Gusano, gusano!

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- ¡Ahh! ¡Uhm! Qué bien lo paso contigo, Azor.
- Pues espera, gusana, que lo mejor aún está por llegar.
- ¡Uhm! Eres un pozo de sorpresas, mi azorito.
- Tú en cambio no sabes la que te viene encima, patas.
- ¿Qué te pasa, mi Azor? ¿Por qué me hablas así? ¡Me das miedo!
- No te asustes antes de tiempo, patuna. Como te he dicho antes, falta lo mejor. Será una experiencia que marcará tu vida ..... y tu muerte.
- No, mi Azor, no. ¿Qué quieres decir? ¡Espera! ¿Qué le pasó a Ratona? ¡Ay, Dios mío! No puede ser, Azor.
- Si es, patas. Lo que le pasó a ella te pasará a ti, por entrometida. ¡Aaahm!
- ¡Socorro! ¡Socorro!
- No huyas, patas. ¡Estás muerta! ¿Quieres saber cómo lo hice? No dejé de Ratona ni los rabos! Fue un bocado suculento. Tú serás un aperitivo.
- ¡No! Déjame. No me persigas. Por favor , Azor, no me comas. No le diré a nadie que fuiste tú.
- ¡Es tarde, gusanorra! Eres muy poca cosa pero has estado dando la vara y mereces que te devore por entrometida. ¡Así aprenderás!
- ¡Suéltala, buitraco! ¡Huye, gusana. huye, lo entretendré tanto como pueda!
- ¡Ay, gusano, te comerá!
- No, no me comerá. Le gustan las hembras. ¡Corre. huye!
- No puedo ir más deprisa.
- Dame las patas derechas. Corre, corre.
- No puedo, nos está alcanzando, gusano.
- No, eso no. Toma mis patas. Así irás el doble de deprisa.
- ¿Y tú, gusano?
- A mí no me comerá, ya te lo he dicho.A ese halcón psicópata le van las hembras. ¡Toma patas!
- ¿Todas? No podrás andar. ¡Quédate seis u ocho por lo menos!
- ¡No! Coge las cincuenta y póntelas. ¡Deprisa, deprisa!
- Ya.
- Pues corre, corre, vete de aquí. Pelearé con él.
- Gusano, ten cuidado.
- Lo tendré. Adiós, Gusana.
- Adiós.
- Ven buitraco, ven aquí.
- ¡Gusano!
- ¿Qué?
- Nunca te olvidaré.
- Lo sé. Corre gusana, corre, corre.
- Eres un idiota, gusano. ¿Cómo vas a pelear sin patas?
- Ya lo verás, rapaz. Encomiéndate a tus dioses porque me has cabreado mucho y esto va a acabar aquí y ahora.
- No me hagas reir. buaghh, ¡ah!¡Ay!
- Pump, pump, chumba, chumba, crash, crack. ¡Pum! Te lo dije, rapaz. Es mal negocio, ay, enfrentarse a mí. La lucha ha terminado. Tu has caído y yo no tardaré en seguirte al infierno. Ya agonizo. Soy tu reverso, Azor, tu lado recto, tu némesis justiciero, tu muerte era una necesidad. Tu alma tiene ya descanso.
- ¡Ay, mi gusano!
- ¡Gusana! ¿Estás bien?
- Si, lo estoy. Tú, en cambio...
- Lo sé. No tardaré en dejarte.
- Espera. Aguanta. Te quiero. Déjame ser tuya antes de…
- No lo digas. No lo digas. Sólo bésame, gusanita chica, mi caramelito.
- Gusano, te deseo, te quiero. ¡Uhhrnmm!
- Muero ya, gusanita, pero no podría encontrar modo más dulce de morir.
- Lo sé mi niño. Descansa. Ya nada debes hacer. Me has dado tu simiente y algún día tus hijos conocerán la leyenda de su padre. Los que sean como tú los llamaré gusanos y los que tengan cien patas como yo ahora, serán ciempiés. Adiós...

miércoles, 21 de julio de 2010

Así no se puede follar

El arte no puede ser copiado; al menos gratis.

Acojonante. Pasar las vacaciones estivales en el zoo de Barcelona y rematarlo en Peñiscola boquiabierteando ante una exposición permanente de aves de presa era más de lo que Patricio Márquez, agente de la $GA€ nunca hubiera podido soñar, ni en sus más perversas maquinaciones. Patricio se había hinchado a hacer fotos hasta el punto de dejarse un dineral en la misma sede de su empresa, pagando por cada negativo de búho capensis o cernícalo zorruño. Así era Patricio, legalista y entregado a los derechos de autor.
Le costó un mundo abrir furtivamente la puerta del piso donde delinquían los infractores. Tenía la orden de allanamiento y arduos deseos de pillarles in fraganti. Por fin llegó al dormitorio y certificó la infracción: El señor y la señora Trápez estaban en actitud claramente cohabitatoria, expresada por unos nexos copulativos a la altura de entrambas entrepiernas. Los mofletes nálgicos de Maruja engullían sudorosos las venas fálicas de aquel formidable convidado de piedra. Tal vez la procreación era un requisito indispensable de la supervivencia humana, pero a juzgar por los gemidos de ella y los empentones convulsos de Manuel, Dios se había asegurado de que tan vasta tarea proporcionara inmediatos beneficios. El agente, seguidor de la naturaleza y los instintos desatados, sentía que se le rompía el alma de interrumpir tan glorioso apareamiento, pero el deber era el deber.

- ¡Señor y señora Trápez!
- ¿Pero éste quién es?
- ¡Ay, Manolo! ¿Y este señor tan trajeado?
- Soy Patricio Márquez, ag...
- ¿Pero se puede saber qué estás haciendo allí, jodiéndome la jodienda, gualtrapa?
- Pero no pares, Manolo, no pares que a mí esto me pone mucho.
- Pero tío, que ésta es mi casa, ésta mi mujer y éstos mis cojones treinta y tres, hijoputa. ¿Serás pervertido, mirón, salido y desviado?
- Decía que soy Patricio Márquez, agente de la $GA€, y que he venido aquí, orden de allanamiento en mano, como puede ver, porque teníamos indicios de que en este lugar se estaban utilizando técnicas y posiciones registradas por la propiedad intelectual de…
- ¡De tu puta madre, so cabrón! ¡Te voy a reventar la cabeza! ¡Enfermo!
- Ay, Manolo, ay, Manolo. Que te he pillado. Que este es uno de tus amigotes. ¡Que por fin me vais a hacer el trío que te llevo pidiendo años!
- Decía, y tápese señora, que sus senos no son relevantes a mi denuncia, que sus posturas reproductivas fueron registradas por Sylvia Kristel, Emmanuelle Arsan y Just Jaeckin en la novela y película Emmanuelle, y que deben pagar un canon por “retozar” de esa exacta manera tal y como se encuentran ahora.
- ¿Pero qué me estás contado, pavo?
- Desnúdate, desnúdate, que ya te tengo ganas. Ay, Manolo, qué ilusión que por fin te hayas quitado esos prejuicios tontos sobre lo del bocadillo de salchichas.
- Pero ¿te quieres callar, Maruja, estúpida? Que yo no he llamado a este señor. Que no sé quién es. Y que ¡no quiero hacer un trío con un nota viéndome el culo! Que te enteres, que estoy harto de tus perversiones morbosas para amenizar nuestros revolcones. No quiero mantequilla, ni geles mentolados, ni nata, ni mandingos, ni videos grabando, ni castings con Santiago Segura ni que me vuelvas a meter el taladro ese por el culo. Yo sólo quiero follar. Follar. Así, a pelo y pa’dentro.
- Pues vaya, Manolo. Vaya decepción. Pero que a mí esto me excita un montón. Quédese, quédese, que a mi me pone a cien que me vean fornicar.
- Pero señora, que estoy trabajando.
- ¡Cállate, gilipollas! Ahora soy yo el que quiere que te quedes. Ya que nos vas a sacar un pastón por lo menos que Maruja lo disfrute. ¡Y ni se te ocurra tocarme un solo pelo, desviado!
- Ay, Manolo, ¡qué morbo! Cuánto me pone este señor viéndonos en lo más bajuno de nuestros instintos.

Acabó una sesión de enmarcar para Manuel y Maruja Trápez y Patricio salió con los 257 € de derechos de autor en su bolsa y con la extraña sensación de haber visto esos mismos refrotes entre los hipopótamos pigmeos africanos. Se marchó a casa a poner el DVD de “Mamíferos sin freno” y corroboró sus sospechas con gran deleite.
Los Trápez le pillaron gusto a que los vieran copular y filmaron cientos de videos que hicieron las delicias de millones de ciberonanistas. Empezaron autofilmándose en el salón y acabaron incluyendo nuevos distractores: nata, pimienta, un ratón Mickey hinchable, cuero, mandingos, aparatos a pilas, actores porno consagrados, famosos de medio pelo y un sinfín de recursos y materiales. Ellos se hicieron ricos y deseados y la $GA€ recibió sus consabidas comisiones. Patricio Márquez sólo recibió una palmadita en la espalda y un DVD sobre la contaminación acústica de los aullidos de los lobos grises en noches de plenilunio.

domingo, 11 de julio de 2010

Meterse en el ropero

Soy un hedonista de la psique bajo los efectos de las sustancias y sus revelaciones oníricas y alucinatorias. Vivo en un mundo que trasciende las convenciones de éste.

He venido aquí a confesarlo: Soy heterosexual y no me importa admitirlo. Y me da igual que me miréis con asco o cabalguéis mentalmente entre obscenas imágenes de dos sexos diferentes interactuando por burdo placer carnal. Sé que no lo entendéis, que el pescado siempre ha estado con el pescado y la carne con la carne, que se inventó la fecundación in vitro para evitar desagradables y antinaturales coitos entre un hombre y una mujer. Todo eso ya lo sé. Y también que a partir de mañana no más me miraréis a la cara o buscaréis mis chascarrillos. Soy un enfermo, un desviado, un salido por ser varón y desear hembras, pero no comprendo que por ello me deseéis mal alguno o valoréis con repulsa. Soy lo que soy y me gusta lo diferente. Sé que me rechazáis pero espero que algún día lo comprendáis: Los heterosexuales no somos enfermos. Simplemente nos gustan otras cosas, igual que otros beben agua con gas o huevo batido con cola-cao. Tal vez algún día mis hijos –espero que nacidos pornográficamente de un coito natural y no inducido- puedan meterse en el ropero si quieren sin necesidad de verse juzgados como yo ahora, en este triste momento. ¿Me saludaréis si me veis por la calle? Lo digo por hacer mención o disimular…

miércoles, 7 de julio de 2010

El semáforo (2/2)

Volvió a mirar al semáforo, que parecía congelado en medio de la socarrina circundante. Comenzó a dar golpecitos en el volante con los índices, como si tales signos de impaciencia arengaran al dispositivo de luces vagas a mudar cromatismo. Nada ocurrió, pero él no se percató pues su mujer, paciente, quemada, repelente, oronda y desafectada discutía vehementemente en su cabeza. El rayado cuarentón seguía la discusión con argumentos contundentes y tan hirientes como los que encajaba, si bien alguno de los recibidos moldeaba sus muecas impasibles hasta transformarlas en gestos de profunda amargura. Siempre presumía que le encantaba el barro y pelearse con ella, pero en el fondo ansiaba la paz tanto como la evitaba.
El bufido asfixiado del ventilador del motor le devolvió al descampado absurdo con el semáforo incongruente que prohibía el paso. Recordó el chiste del jeep que se chocaba en el Sáhara con la única palmera en cien kilómetros. Pensó que el poste de tráfico estaba allí por algún motivo, y él no quería desobedecer.
¿Dónde estaría entonces la chica que le regalaba las mejores calcomanías de Phoskitos y le peinaba con el cabello hacia delante con el peine de la Señorita Peppis? ¿Esa mocosa que cuando al señor derrengado le cayeron siete estuvo todo el verano debajo de su ventana esperando a que le levantaran el castigo? ¿Por qué había cambiado aquel ángel puro e inmaculado por el verdoso demonio con rulos que se encontraría en casa en cuanto el puto semáforo se pusiera verde? ¿Era cierto que en el fondo no deseaba que le cediese el paso y marchar directo hacia una vida de pesadilla y rutina? Tensó el gesto, apretó los dientes y exprimió una lágrima traidora de su ojo derecho. Aquella niña de largos cabellos y ojos traslúcidos, de sonrisa infinita y amor imponderable había marchado a un lugar mucho más lejano que el más remoto rincón del universo conocido. Porque nunca se fue en el espacio. Se fue en el tiempo. Murió, agonizó en cada discusión después de aquella boda sencilla, honesta e ilusionante. Renegó de sus bondades y de sus miradas. Pero no cayó sola. También se llevo la fuerza, la inocencia y la valentía del hombre gastado. No. No fue ella. Fue el señor cansado el que la asesinó a ella a la par que se autoinmolaba en cada resoplido cansino, en cada mirada fulminante, en cada ademán impaciente. No. Tampoco fue él. Fue la rutina. Esa señora con pinta de suegra que se presentaba cada tarde al salir del trabajo y sugería ir los tres a pasear, bajar al bar o ver la televisión. La misma que despreciaba las sugerencias de presentarse a un cásting de modelos, publicar un libro de poemas, aceptar la oferta en Canadá o dejar de consumir preservativos y abanderar la aventura de ser padres de ¡quién sabe!, una niña embelesadora o un muchacho valiente.
Ya no quería estar más en medio de la nada, esperando a que un semáforo estúpido le indicara que podía salir como un cohete fernandoalonsil a salvar su matrimonio, a echar a la pereza y al tedio de sus vidas, a enarbolar la paciencia y el cariño hasta que el ogro con rulos se tornase en la chica de mirada infinita y bondad rebosante, hasta que el tipo anodino y derrengado se volviera atento y valiente, cariñoso y bueno, como una vez lo fueran ambos, en aquellos años en los que los tiñosos y los envidiosos se reconcomían de verles irradiar felicidad y ternura a los cuatro puntos cardinales.
El hombre cansado no podía esperar más. Miró a la derecha, a la izquierda y al frente. No había nadie. El semáforo nunca se movería. Era una metáfora de su propia vida. Si quería avanzar lo único que debía hacer era arrancar de una vez y to’pa’lante.
Apenas salió con renovadas ilusiones sintió un fuerte impacto en su puerta. Casi no tuvo tiempo de sentir la chapa de su vehículo y los hierros del motor del Volkswagen Tuareg que se incrustaban en las costillas. Todavía agonizó durante unos minutos. El otro pavo no paraba de repetir histérico que el semáforo estaba rojo, que se lo había saltado el señor escachado. Antes de cerrar los ojos contempló de refilón, entre secos vapores, el colorado intenso del semáforo orgulloso. Y de repente se puso en ámbar intermitente. Sobre su guiño continuo creyó ver, proyectado en el cielo despejado, el rostro dulce y maravilloso de su esposa, con sus rulos y su orondez, pero con la mirada imbuida de ternura y eternidad.

sábado, 3 de julio de 2010

El semáforo (1/2)

El hombre gastado subió al coche con desgana. Sólo quería meterse en casa para poder discutir a gusto con su mujer. La radio propagó tediosas noticias. Un camión se había desplomado desde el puente de la D -1 sobre la R – 34. Ambas vías se hallaban cortadas al tráfico de modo indefinido. La tercera radial principal, la W – 27, llevaba todo el fatídico día soportando las ruedas del eje comarcal. El señor cansado no deseaba siete horas de atasco y pedal a medio embrague, y se marchó por la antigua circunvalación lateral.
La vía estaba hecha un asco, pero escaseaban los caballos de metal. Embelesado en su fortuita miseria, cogió el desvío equivocado, y el asfalto desembocó en una larga explanada semidesértica de tierra y polvo. Extrañado y curioso a un tiempo, continuó en línea recta mirando por el retrovisor la polvareda insolente que despertaban sus ruedas. Se sintió Mad Max y se le llenaron la cabeza de sueños épicos, aventuras insondables, voces de niños que suplicaban su ayuda como si sólo él fuera el elegido, el último recurso, la llave a todos los candados de los puentes en los libros de Federico Moccia.
Pasó un instante eterno, fugaz, indefinido, enmarcado en los calurosos vapores emanando del suelo al frente y el humo terroso y caótico de su transgredida retaguardia. Entonces lo vio, y una carcajada insolente desafió la acústica grosera del motor. En medio de la nada, marcando ningún cruce, ni camino, ni desvío, se erigía un semáforo de tres sabores, prevaleciendo el rojo sobre las otras variedades.
El señor hastiado frenó con solemnidad, dejando que las gomas acariciaran el terruño y que la fuerza del motor muriera agonizante sobre su propia reducción de marchas como le habían enseñado en la autoescuela. Calculó con la precisión y la liberación que produce no tener siete vehículos estresados acelerando a quince metros de la señal de paro. Y ahí se quedó, contemplando la chulesca absurdez del semáforo rojo en medio de la nada, y preguntándose las oscuras razones por las que algún concejal de urbanismo pudo retirar unos fondos a cambio de instalar allí semejante monumento a la ineficacia.
A los motivos habituales por los que podía reñir con su impaciente esposa, a los que hacía horas había sumado los retrasos del cambio de carretera, ahora podía añadirles polvaredas semidesérticas y ordenanzas semafóricas de dudosa eficiencia y duración.
Pasaban los minutos y el semáforo no reverdecía ni se ambarizaba. El señor del tedio sacó la cabeza por la ventana y se aseguró que estuviera encendido y no fuera el producto de un reflejo solar sobre el foco colorado. No. El artilugio funcionaba perfectamente, o al menos estaba perfectamente encendida la bombilla roja. Quiso marcharse en rojo, pero recordó el episodio de la pantera rosa en la que el felino pisaba una calzada desierta y aparecían de la nada frenéticos vehículos pitando con agresividad circulatoria. Decidió esperar al verde, o al naranja intermitente. Ninguno de los dos le guiñó el ojo.
Su mente divagó con puntualidad. Pensó en su niñez, en la chica de sus sueños, en aquel beso que le plantó cuando no tenían edad para subir solos en el ascensor. Recordó la de golosinas que le daba, la de carreras que echaban de lado a lado de la calle. Frunció el ceño pensando el paradero actual de aquella niña maravillosa, embrujadora, preciosísima, sincera y espabilada, lamentándose quizá de haberla dejado marchar.