domingo, 25 de octubre de 2015

Guardiolas, Toledos, Piqués y Gasoles

Hace poco el insigne actor Guillermo Toledo se despachó con unas valoraciones antipatrióticas y antirreligiosas de dudoso gusto. Y no lo eran tanto por su contenido, de por sí muy respetable, como por la forma, absolutamente desmedida, provocadora y marrullera, y también plena de estulticia.
El tweet renegaba de la Hispanidad por ser más un genocidio –o como mínimo subyugación– que un verdadero descubrimiento. Que los españoles ni fueron los primeros ni los últimos en saquear, explotar, humillar, abusar e imponer está fuera de toda controversia. Todos los pueblos de la antigüedad han ejercido su dominación por motivos puramente económicos o megalómanos. Admitirlo es superarlo y recordarlo para que no pase más. Quizá el doce de octubre no debería conmemorar los atropellos cometidos con las culturas latinoamericanas. Aquello fue una barbarie y ciertamente no hay nada que celebrar, señor Toledo. Otra cosa es que metafóricamente excrete usted sobre este país y lo que resulta peor, en el icono religioso que fervorizamos a orillas del Ebro en cierzo, una virgen en una columna de alabastro.
Bastaría con haber dicho “Aquello fue una salvajada y no me identifico con ello, y tampoco creo en la religión cristiana que sirvió de excusa para dicha invasión ni en sus símbolos arquetípicos”. Supongo que al señor actor le falta cultura, empatía, inteligencia, sensatez y humildad.
Resulta cuando menos un ejercicio de necedad injuriar a la patrona de una ciudad en la que vas a actuar con la acuciante necesidad de que paguen por verte, a ti que has ofendido a todos por aquí, creyentes o no. No se puede insultar a un pueblo. No se está por encima del bien y del mal por mucha convicción que uno piense que tiene. Como poco, resulta de una estupidez meridiana.
Es peligroso opinar de asuntos políticos con ligereza o prepotencia. Y este es un mal endémico que no afecta solo a actorcillos venidos a menos. Deportistas de renombre también cometen el mismo error. A estos se les permite un poco más a tenor de su nivel intelectual y su formación académica. Es como dejarle una calculadora al perro y esperar que resuelva logaritmos a pezuñazos. Imposible. El botón de la raíz cuadrada es demasiado pequeño para su pata. Pues lo mismo con Gerard Piqué. El mozo puede estar muy contento con la vida que tiene, pero lo mejor que puede hacer para sí mismo es dejar de abanderar el sentimiento de nacionalismo catalán. No porque no le alcance, sino porque vincular su persona, al igual que hace Pep Guardiola –a este sí le llega– a una ideología de independencia soberanista desdibuja su valía y sus verdaderos méritos, que desde luego no son los de pensar.
Famosos que pretenden inclinar la balanza política con su imagen idolatrada los ha habido siempre. Recuerden por ejemplo al demócrata Bruce Springsteen cantando contra George W. Bush –con muy poco fortuna, por cierto. Sencillamente porque cualquier ciudadano maduro no cambiará su voto porque se lo diga su futbolista, actor o cantante favorito. No se les pide eso. Todo lo que conseguirán es el efecto contrario. No queremos que nos digáis lo que está bien o mal. Lo sabemos mejor que vosotros, porque vivimos en el mundo de verdad, ese que huele mal y donde no llegan los aplausos. Dedicaos a componer temas, ganar ligas o clavar personajes; por eso se os admira. A veces ni siquiera. Simplemente sois bufones para el vulgo. Nada más.
La perspectiva adecuada era la de Pau Gasol. Preguntado sobre la independencia de los países catalanes, el de Sant Boi zanjó el asunto rápidamente, argumentando con acierto que no quería que su imagen se utilizara para fines políticos, y que su opinión al respecto quedaba en el ámbito privado. Contundente y genial a partes iguales, no como los mindundis anteriores. El uno no sabe perder, el otro no sabe ganar, y el tercero no sabe actuar. Y eso que la derrota, la victoria y el teatro son la vida misma.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Galletas de oro con diamantes incrustados

Imaginen por un instante –seguro que no es la primera vez– que son asquerosamente ricos; que su rollo de papel higiénico está hecho de billetes de quinientos euros y que no reciben a Amancio Ortega por ser un mindundi.
Especulen, ya que estamos, que desean arruinarse rápidamente por tanto hastío y aburrimiento. Podrían invertir en preferentes bankianas o construirse una mansión en la luna; apostar online con Cristiano Ronaldo o coleccionar ropa del Primark que no se descosa –cosas más raras se han visto.
Pero si no tienen dinero para Rato, les viene a desmano un chalecito selenita, no saben farolear al poker o se visten de alta costura, siempre pueden acudir a la calle Alfonso de Zaragoza e irrumpir en la tienda de galletas La Cure Gourmande.
Ya de primeras alguna que otra señal te están mandando. Tanto amarillo oro luminoso como astro rey y esa exquisita disposición de la materia prima en escalonadas capas de preciado material es para hacerte sospechar. Ya cuando te ofrecen una muestra es para temer. Efectivamente la galleta de turno es impresionante. Esa mierda es tan buena que podría matarte por su grado de pureza. Perdón, me estoy yendo de sustancia. Ya disculparán, la costumbre. Decía que las pastas no solo tienen muy buena pinta. El sabor no desmerece al aspecto, ni a la infraestructura ni a la amabilidad de las señoritas dependientas, que tras sus engoladas sonrisas parecen brillar dientes de oro pagados con las monedas –perdón, billetes– de los incautos que pisaron su guarida.
La variedad de sabores también es reseñable: naranja, chocolate, almendra, limón, rellenas, mantequilla, sopa con gambas, mojito de cebolla, melón con jamón, queso azul… Para no hacer corto de producto, y siguiendo la estrategia infalible de Frutos Secos el Rincón, la bolsa es gigantoscópica, para que no te quedes escaso a la hora de llenar tu pedido. Si escuchas con atención puedes oír un ruido metálico con cada pasta precipitándose al fondo, y los más avezados dicen incluso que un pequeño símbolo de $ brillante y dorado puede verse en el aire durante un instante, pero esto puede deberse a la sugestión o al uso y abuso de las sustancias arriba mencionadas y que nada tienen que ver con La Cure Gourmande.
Bien, ya has llenado tu bolsa de papel hasta un honroso tercio de la misma, así como para no quedar de rancio, y vas al matadero del fondo. Tú ya has visto carteles de 100 gr 3’95 €, pero esto es como las bombonerías: ya puede ser el kilo a seis mil euros que tú te quedarás con el letrero de 6€ 1 gramo. Si ya nos hicieron creer que un euro eran cien pesetas al cambio y seguimos con la misma conversión quince años después, como para no hacer el primo en atracatessen selectas.
La dependienta te avisa primero. Llevas 600 gramos, pues 23,7 euros. Te acabas de dejar 4000 pelas en trece galletas con dos cojones. No problema. Tu cara de estupefacción te dura lo que intentas aparentar que no eres un muerto de hambre. Te pones digno intentando disimular tu mediocridad económica y sueltas la gallina si es que te alcanza. Adiós a llevar a los chicos a Puerto Venecia.
Dicen que ya han abierto nuevas líneas de crédito, hipotecas inversas para abuelas y que aceptan pulmones y riñones. Hasta tienen un quirófano auxiliar en la trastienda para realizar la operación económico-quirúrgica. Incluso han fichado al Doctor House pagándole dos pastas de canela al día, lo cual es una pasta. Si la usura puede materializarse en un negocio, después de los créditos rápidos –algunos de los cuales se contratan para pagar las galletas de pistacho–, es en esta tienda encantadora de exquisiteces francesas.
Ayer me di un capricho: entré por cuarta o quinta vez a experimentar un nivel de vida que no me puedo permitir. Pero como ya he pagado –como todos– la novatada, fui a lo que fui. Me adueñé de una de esas bolsas de papel tan lindas y tan grandes, esquivé educadamente la ayuda de la vampirienta y vertí en mi pedido dos galletas que me tienen atrapado: una de limón y otra de almendra. Me da lo mismo que mi paquete quede rancio. El veredicto fue claro: 4,85 euros por dos pastas. Joder, hasta los tigretones de la estación de servicio están más baratos. Y hasta pronto. Volveré dentro de dos años, cuando me dé otro ataque de exceso. De momento prefiero pagar la hipoteca.
No me gustan los comercios que se basan en la buena fe de los clientes. La Cure Gourmande es una tienda de un solo uso: entras, te dan el sablazo y no vuelves jamás. Cuando hayan pasado seis mil millones de personas tendrán que cerrar. Mientras tanto, se aprovechan de que es violento para la gente dejar el pedido en el mostrador, sea por orgullo, apariencia o vergüenza. No se puede trabajar en algo que se sustenta en el engaño. No es ético. Pero supongo que bucaneros los ha habido y los habrá siempre. Y aunque no lleven bandera pirata y sable, ahora se refugian en una tienda de galletas de la calle Alfonso de Zaragoza.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Os odio, cabrones

Pero es un odio pequeñito, de andar por casa, lejos de arrebatos viscerales y ensañamientos desmedidos. No se pueden enconar los sentimientos. Luego te quedas sin margen de ira para lo verdaderamente importante.
Hay drogas que es mejor no probarlas. Algunas mierdas son tan adictivas que si las saboreas una sola vez te enganchan de por vida. El whatsapp es una de ellas.
Yo lo tenía fácil. Nunca me han atraído los mensajes de texto y mi móvil estaba hecho de piedra con los botones esculpidos en cincel de sílex.  Pero no se puede vivir eternamente en la prehistoria. No sin poner en riesgo tu vida social.
Hasta ahora he sobrevivido con la más efectiva de las tácticas: anclarme al pasado y evitar tentaciones por falta de medios. No datos, no android, no whatsapp. Y así han pasado casi tres años. Aguantando, resistiendo el infame contagio del borreguismo digital, del escribir por escribir, de la adicción a las redes sociales.
Hace dos días me vendí. Lady Drywater estaba hasta el sombrero de responderme los mensajes con su terminal y yo decidí que ya valía, que todo tiene un límite y que se saliese de mis grupos. Ahora tengo un móvil Huawei que no quería, pero he salvado mi matrimonio.
Los días son estresantes. No aguanto el ritmo de conversación, no tengo velocidad de tecla ni disfruto con diálogos interminables. A veces incluso me excuso con tareas domésticas de dudoso cumplimiento. Solo quiero contestar a informaciones relevantes, pero acabo palmando con cualquier gilipollez. Sé que debo acostumbrarme y filtrar, pero lo único sensato parece apagar los datos por un par de horas. Y leer todos los chorizos de vez cuatro comidas después.
Con todo, admito que me gusta. Y me jode. No le des cuerda a un reloj, ni tabaco a un ex fumador. He acabado palmando porque de otro modo me habrías vuelto un sociópata. Por eso sois unos cabrones. Por ahora, sobreviviré contestando con emoticones. ¿Acaso hay algo más perezoso?

domingo, 6 de septiembre de 2015

The Fall

El otoño es la estación más fascinante. Es cierto que el estío, tradicionalmente, ha sido jaleado como el rey del calendario por sus muchas prestaciones turísticas y vacacionales, por el sol y la playa, y que el invierno empieza a lo grande con unas señoras Navidades made in Coca-Cola y El Corte Inglés, y que exhibe además un eterno romance con los deportes de nieve, mientras que la primavera aparece envuelta en flores y con las hormonas disparadas, como si fuera un hippie en los 70, y que suele completarse con la Semana Santa, epicentro de la religiosidad o, en su defecto, islote salvador entre meses de duro trabajo.
Pero ninguno arrastra tanta magia, tanto significado como el otoño. El año empieza realmente en septiembre, y por mucho que a algún iluminado se le ocurriera fechar enero como el mes primero, lo que de verdad separa los años es el fin del curso escolar, ese magnífico paréntesis veraniego. Aunque el equinoccio no llega hasta el 23, cuando muere agosto comienza todo.
Los verdaderos propósitos se realizan ahora: el gimnasio, el inglés, la universidad, los divorcios… y una fuerza ilusionante impregna al sujeto hasta llevarle a cotas impensables en junio. Y esa sensación es contagiosa, porque todos parece que se van a comer el mundo en dos bocados voraces. Tal vez sea esa la verdadera savia del hombre: el entusiasmo por abordar las empresas más inalcanzables y subir las cuestas más empinadas. Si hay un momento para creer, para cambiar las cosas, para reiniciarse la vida, es en otoño.
Un aura especial invade la atmósfera. Las hojas caen tristes alfombrando el suelo de tonos ocres tostados, de marrones café con leche, de sueños que mudan para renacer con mayor ambición. Aparentemente debería ser un mes horrible, decadente, mortuorio y enfermo, pero solo los árboles dejan entrever tal debilidad. Para los hombres comienzan los retos. De otro modo, nunca llegaríamos al invierno. No soportaríamos el retorno al trabajo ni la vuelta al cole.
El otoño tampoco es escaso en celebraciones. Tras un septiembre de verano crepuscular, en tierras mañas llega octubre, un mes partido en su mitad por las fiestas de El Pilar. Y estas son unas festividades diferentes. No tienen el ambiente de la feria de abril, el ruido de las fallas ni la adrenalina de los Sanfermines, pero se disfrutan de una manera especial. La noche nos abraza temprano y rara vez sobra la chaqueta en un valle castigado a conciencia por el cierzo, pero la calle se llena de tradiciones, estímulos y neones, y el cielo se salpica de pirotecnia variada. Sin duda son unas fechas mágicas.
Pero aparquemos el deje costumbrista y volvamos a la globalidad. Octubre es también el mes de Halloween. Y si las Navidades comienzan a mediados de noviembre, la noche de Todos los Santos arranca también con dos semanas mínimas de antelación y cadáveres. El 31 de octubre es la fiesta del terror. Pero no uno tétrico y pesadillesco, porque el tono se ha vuelto naif, infantiloide y familiar. Jugar a dar miedo sin salirse de lo políticamente correcto es la especialidad de la cultura popular americana, y el modelo ha sido exportado a todos los países de la Coca-Colawealth –recuerden que España es miembro de honor desde Bienvenido Mister Marshall– con tanto denuedo que los fantasmas, vampiros, murciélagos, esqueletos, brujas, mansiones encantadas y cementerios adornarán nuestras vidas y seguramente nuestras muertes.
La estación de la caída de las hojas morirá, un año más, en vísperas de la Navidad, y todas las sensaciones de crecimiento personal, de ilusión, de nostalgia y de horror light se sustituirán por sentimientos abstractos como el amor, la bondad, el consumismo y las comilonas. De algún modo extraño, seguiremos pensando que la felicidad consiste en no salirse del cubo en el que nos han metido, y del que muchos ni siquiera soñarán abandonar.

martes, 25 de agosto de 2015

Me ha mirado mal

Uno de los gestos más delatores que puede hacer una persona es proyectar sus ojos sobre los de otra. Se puede amenazar, advertir, conceder, asesinar, admitir, compadecer, negar, ignorar o mentir con una mirada.
¿Es factible, por tanto, categorizar a la gente según el modo de observarnos? Seguramente sí, pero la clasificación sería tan extensa que caería en un archivo quasi-infinito sin eficacia ni discriminación reveladora.
Pero no todo está perdido. Pese a tanta digresión baldía, hay algo que sí resulta clarificador. Todavía más, se hace imprescindible: el lenguaje visual con extraños o entre conocidos.
Relacionarnos con aquellos que conocemos es un ritual mágico y variado. En estos tiempos de whatsapps y likes se agradece que la comunicación todavía pueda confiarse a un gesto, a una palabra, a un vistazo fugaz, haciendo el mensaje más o menos explícito, más o menos discreto, con mayor o menor sutileza contextual. Frente a la belleza invasiva de la abundancia de palabras, de las que algunos oradores son auténticos juglares, poetas, charlatanes o tuercementes, una mirada puede condensarlo todo sin necesidad de explicar nada, como si fuéramos Athos, el mosquetero que nunca hablaba de más, ordenando a su criado Grimaud que ensillara los caballos o que abandonara la habitación sin que ninguno de ellos necesitase abrir la boca.
Pero no hemos venido aquí a dirimir la supremacía de las palabras sobre las miradas –o viceversa–, sino a desnudar las verdades que encierran aquellos que miran sin tener por qué.
Hay un abanico de posibilidades en los ojos de un extraño. Enfrentar los de una persona del género opuesto suele encerrar un interés sentimental, un alegrarse la vista, o un buscar complicidad de atracción mutua. A veces, si uno de los dos se siente muy guapo/a, la mirada es de superioridad sobre el otro, de “deséame porque soy mucho para ti y nunca me podrás tener”. A nadie le gusta que le miren así, pero la culpa es de uno mismo por hacerse ilusiones en lugar de aparentar indiferencia o perder el tiempo en escotes más agradecidos que esos ojos crueles. Qué mejor que una desconexión visual que signifique “estarás muy buena pero te lo crees mucho; no me interesas y te alimentas de miradas; por mí, te quedarás anoréxica por engreída”.
Cuando el flirteo es fácilmente descartable, el miedo o la desconfianza pueden filtrarse entre los prejuicios del aparentemente más débil u honesto. “¿Me va a hacer algo? ¿Me quiere robar/violar/trocear con ese bocadillo enorme que lleva en la mano?” Nadie está libre de la paranoia, pero cuando el temor deja entrever el prejuicio ninguno de los dos lo pasa bien. Uno porque cree que le van a hacer daño; otro porque le cuelgan el cartel de presunto agresor solo por ir sin afeitar o con las deportivas sucias.
La rivalidad y supremacía saludable es típica cuando uno de los dos adversarios es un deportista, o al menos está dejándose el alma en la carrera, y el otro simplemente camina inopinadamente. La mirada de “yo hago deporte y tú no” es impagable. “Sabes que te sobran unos kilos y que debes hacer footing para rebajar ese flotador de grasa de ternasco pero no tienes huevos para sudar como yo”. ¿Por qué los runners no podrán correr sin desafiar a la gente? ¿Por qué los caminantes no pasean sin escudriñar con envidia a los que practican deporte? ¿Por qué no podemos vivir en paz?
Luego está el vistazo cotilla. Y aquí la variedad es generosa. Desde las miradas alevosas e interminables de las abuelas descaradas y las marujas impunes hasta la fugacidad reservada de los tímidos o temerosos de tu ira. La gente no tiene vida propia y se alimenta de la tuya, de vaticinar, concluir y condenar tus actos, de arreglarte la existencia en dos o tres sentencias simplistas y posiblemente desacertadas. Ladran, luego cabalgamos.
La última variante de duelos visuales son las miradas chulescas. Se suelen pasar con la edad. Empieza a los diez, doce, quince… hasta bien cerrada la juventud. “Me ha mirado mal. ¿Y tú qué miras? Es un chulo. Que no me mires. ¿Tengo monos en la cara o qué?” El elenco de sentimientos, respuestas y reacciones se sucede. Sostener la mirada siempre ha sido considerado un acto desafiante y a veces basta que alguien nos lo haga a nosotros para que mantengamos un absurdo pulso que solo puede acabar cuando los destinos se cruzan o se decreta una batalla de meadas territoriales para que, sable láser en mano, se arreglen las diferencias a golpe de chorro en pierna ajena.
Cuanto más se introduce uno en la madurez menos se sostienen estos absurdos torneos visuales de machos alfa, lo mismo que nos empieza a dar igual salir antes del semáforo o correr más en las rectas. Al final, la sensación de que se te comen el pan en los carriles de circulación o la impresión de que eres más chulo que el otro maca se acaban diluyendo en un mar de indiferencia. Al fin y al cabo, siempre habrá gente a la que no se le pueda mirar a la cara porque se enojan y muestran desafiantes. No todos tenemos que superar la edad del pavo. Algunos tienen derecho a ser chungos de por vida. Hasta que se topan con otro más peligroso y de la nada se hacen las navajas con el filo goteando rojo. Hay que ser más inteligente. Al fin y al cabo, siempre habrá una chica que te ignorará, una abuela que te temerá, una maruja que cotilleará tu proceder, un corredor que se sentirá superior a ti y un chulo al que no podrás desafiar. Tu existencia es mucho más que todo eso. Si no, tienes un problema de superficialidad.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Y tú… ¿eres de culos o de tetas?

Escuché hace poco que los hombres se dividían en tan curiosa dicotomía: o perdían el culo por un buen par de senos o se les salía el pecho del alma ante un trasero de escándalo.
Pues faltaría más, que además de posicionarnos ante café o té, Madrid o Barça, Beatles o Stones, encima o debajo, dulce o salado, playa o montaña y baño o ducha, entre muchas otras cruciales e infinitas cuestiones, de repente tuviéramos que decantarnos por las curvas más prohibidas del universo femenino de modo tan definitivo.
Las tetas son tetas. En ellas se esconden tantas formas y estados de ánimo como en cualquier análisis de personalidad. Las hay grandes, diminutas, desproporcionadas, de galleta, de pera, de bombón, siliconadas, estropeadas a golpe de tatuaje, recauchutadas, albinas, estriadas, rebosantes de lactancia, rugosas, simpáticas, bizcas, necesitadas, engreídas, manidas, sin estrenar, puntiagudas, morenas, turgentes, empitonadas, aburridas, increíbles, gran reserva, decepcionantes, pretenciosas y vintage, entre otras. Créanme que hay muchas. Casi me atrevería a decir, a riesgo de exagerar, que tantas como mujeres.
Las mamas son tanto como sugieren. Un buen escote es a buen seguro un pasaporte barra libre a la imaginación del espectador. Un canalillo representa el umbral entre el erotismo y los dos rombos, entre lo escondido y lo explícito, entre el sueño y la realidad.
Desde siempre se han usado los pechos por su fuerza persuasiva. Los varones los han resaltado en sus musas más o menos artísticas; las mujeres los han revestido de intenciones diversas, desde las más narcisistas a las más cárnicas, sabiendo que apostaban a caballo ganador frente a hombres, si bien aglutinarían de un plumazo toda la inquina femenina.
Los culos son culos. Comparten escote con los senos, pero en este caso se dice “enseñar la hucha”. Aquí ya no vale el “cuanto más grande, mejor”, porque se pasa del morbo al mórbido rápidamente. No todos los traseros son iguales pero tampoco se llevan de la misma forma. Algunas lo pasean como si sacaran al perro; otras lo oscilan cual péndulo; las latinas lo tensan sobre elásticos dos tallas menores; las pudorosas lo pierden en pantalones gigantes. En general, cumple la misma función estética que sus primas las gemelas, pero su simbolismo fronterizo es todavía mucho más profundo. Su ambigüedad es considerable, y lo mismo se emplea por sus cualidades sensuales que por las disuasorias para misiones de muy diversa índole.
Los glúteos siempre vencerán en algo a los pechos: en postura no forzada, un buen culo se deja ver sin ser visto. Pero esa misma fortaleza es a su vez su debilidad: las tetas se revelan acompañadas de rostros más o menos afortunados en el mismo plano. Quizá no puedan ser observadas con la misma furtividad, pero el global es siempre más agradecido que un trasero anónimo, a no ser que la dueña del pertrecho mire hacia atrás.
Acabo mi digresión sobre la segunda y la tercera base, o lo que coño sea, que nunca me han gustado las películas americanas de pérdida de virginidad estudiantil, apuntando que algo malo debemos tener en la cabeza para asociar algo tan hermoso como un cuerpo desnudo a algo tan sucio y ruin como la indecencia y la falta de decoro. Tal vez el que inventó el pudor metió la pata hasta el fondo. Tal vez el sexo debería enseñarse con la misma sencillez que todo lo demás, sin dramas ni impostaciones excesivas. Pero eso, amigos, es otra historia.